sábado, 15 de agosto de 2009

Paisaje de anciano con niño y globos

A través del mito de Dédalo e Ícaro, los griegos antiguos mostraron las consecuencias funestas que acarrea el deseo de realizar sueños imposibles. Dédalo era un arquitecto cretense, a quien el rey Minos encargó la construcción de un laberinto para encerrar al Minotauro –criatura con cuerpo humano y cabeza de toro– que devoraba a los lugareños. Una vez completada la obra, Minos encerró a Dédalo junto con su hijo Ícaro en una torre del laberinto, para evitar que alguien conociera la forma de liberar al monstruo. Durante años, Dédalo reuniría la cera de las abejas y las plumas de las aves, para fabricarse unas alas y escapar de la isla. No obstante, Ícaro habría cometido la insensatez de volar muy cerca del sol, derritiéndose la cera de sus alas y cayendo al mar para morir ahogado. Desde entonces, Ícaro se ha convertido en símbolo de la necedad humana que significa querer volar más alto de lo que está permitido, tocar el sol a pesar de saber que éste quema y ciega.

La nueva película del estudio de animación Pixar también incluye un paisaje con niño y anciano suspendidos en el aire, pero en lugar de usar el improbable mecanismo de las alas artificiales, ellos realizan el todavía más improbable acto de atar miles de globos al techo de una casa. Al contrario del mito griego, UP –dirigida por Pete Docter y Bob Peterson– celebra el sueño de viajar a lugares donde nunca hemos estado y que imaginamos mejores que el hogar; la capacidad de crear héroes y esforzarse en ser como ellos, aunque sean falibles como uno mismo; la fuerza de las personas para enamorarse y, con ese acto, decretar la inmortalidad de lo que se ama.

A sus 78 años, el vendedor de globos Carl Frederickson decide que es hora de cumplir el sueño que él y su esposa pospusieron durante cincuenta años de matrimonio: conocer una tierra perdida en Sudamérica, donde el héroe de las películas de acción del pasado Charles Muntz vivió grandes aventuras. El punto de partida no es sencillo: todos sienten compasión por la súbita soledad de Carl, pero nadie le pregunta qué es lo que realmente quiere para el resto de su vida. O casi nadie, porque a la puerta de la casa del viudo se presenta Russell, un chico de nueve años que quiere conseguir la última de sus insignias de boy scout, precisamente, la que se gana ayudando a las personas mayores. Russell y Carl no tienen nada en común –son la pareja dispareja que tantas veces ha dado lugar a grandes películas–, más que una cierta tentación a dejarse seducir por la aventura y los relatos de héroes. Para huir de su pasado, Carl atará miles de globos al techo de su casa y así llegar a Sudamérica y cumplir la promesa que hizo a su esposa. En el viaje de Carl se cuela un polizón: Russell, su mochila llena de artefactos inútiles para la sobrevivencia y su convicción de que siempre –incluso cuando se combate a los villanos– debe hacerse lo correcto. De lo contario, el viaje no habría valido la pena; de otra manera, el sueño irrealizable es algo pueril y no la aspiración legítima de ganarle tiempo al mismo tiempo que es invencible.

Me parece que las dos mejores películas que se han estrenado en lo que va del 2009 son, curiosamente, animaciones: la israelí VALS CON BASHIR y la estadounidense UP. Los dibujos animados, o de manera más precisas, la tecnología aplicada a la creación de espacios y personajes virtuales dan la posibilidad de traducir casi literalmente al mundo real la imaginación de los creadores. Pero UP no es sólo un prodigio técnico, también se sustenta en una narración audaz en varios sentidos: primero, al hacer de un adulto mayor su protagonista, después al embarcar a personajes frágiles en lo que intuimos es la aventura final de Carl y la que marcara la madurez de Russell y, finalmente, al retratar la vejez como un recodo de sabiduría, pero también como el momento en que el cuerpo ha envejecido y los sueños y anhelos sigue intactos.

UP es una película desolada: la vida se acaba en cinco minutos –como los que describen la vida de enamoramiento entre Carl y su esposa– y los héroes de la infancia pueden convertirse en la pesadilla del presente. Paradójicamente –como le ocurría a Ícaro, temeroso pero con una sonrisa en los labios–, son esas últimas aventuras y los personajes que se enfrentan a ellas con la conciencia de su fragilidad, pero también con la certeza de que vale la pena intentarlo, los que hacen de UP una película tan cálida, esperanzadora y tierna. Quizá no todos estemos dispuestos a atar un millar de globos a nuestro techo, pero es cierto que, en un momento dado, todos nos hemos puesto en la posición de Ícaro: de frente al vacío, dominados por el miedo, pero también con la idea de que del otro lado del mar hay un paisaje nuevo que justifica a posibilidad del naufragio.

jueves, 7 de mayo de 2009

El lector

El filósofo alemán Immanuel Kant sentenció, a propósito de la tentación de disculpar a las personas apelando a sus motivaciones bienintencionadas, que nadie puede conocer lo que ocurre en el interior del corazón humano, excepto Dios. Para nosotros, mortales y capaces de dañar a otros, la única forma de conocer a las personas pasa por el examen de sus acciones, de la forma en cómo éstas afectan las vidas ajenas. Si bien es cierto que observamos a quienes amamos como inocentes hasta que se demuestra lo contrario, también es verdad que no podemos dejar de reconocer que esas mismas personas deben hacerse responsables de sus acciones. De la peor manera posible, Michael Berg (Ralph Fiennes) –el protagonista de El lector, la novela de Bernhard Schlink y la película de Stephen Daldry– descubrirá no sólo que las personas que amamos pueden ser ejecutoras del mal radical, sino también que es imposible liberarse de la responsabilidad política.

El lector examina la relación que Michael establece con Hanna Schmitz (Kate Winslet, prodigiosa), una mujer que lo rebasa en casi veinte años y que será su vía de acceso al mundo de los adultos, es decir, del sexo, las mentiras y las frágiles lealtades que, a pesar de todo, queremos imaginar como eternas. Bajo el velo de silencio que la sociedad alemana tendió sobre el pasado nazi reciente, los encuentros sexuales entre Michael y Hanna encuentran su complemento en las lecturas en voz alta que el primero hace de Homero, Dickens, Schiller, Goethe y Tolstoi. Así, Hanna, descubrirá que la literatura es una vía de escape de una realidad que es gris y opresiva, que existe otra forma de experimentar el mundo. Sin embargo, la relación es asimétrica, no sólo por la diferencia de edades, sino por el silencio que ella guarda sobre su pasado y por la manipulación que ejerce sobre el chico. No en balde es Michael quien tiene que leer las historias, y Hanna sólo se limita a escuchar en silencio. Un día ella desaparece sin dejar rastro. El chico no sabe cómo interpretar esa huida. Algunos años después, Michael, ya convertido en estudiante de derecho, se reencontrará con Hanna en la corte que juzga a un grupo de mujeres encargadas de vigilar a los internos en el campo de concentración de Auschwitz. Hanna estaba entre ellas. Entonces en Michael surge el ansia por obtener una respuesta a la pregunta sobre cómo es posible que la mujer que amó haya sido la misma persona que, antes de conocerlo, fue capaz de colaborar con el régimen nazi y cumplir con un trabajo atroz como si se tratara de cualquier ocupación ordinaria.

El lector deja la sensación amarga de que Hanna marcó, para bien y para mal, la vida de Michael de manera definitiva. Michael es símbolo de una generación atormentada por el silencio como respuesta al pasado ignominioso, por la certeza de vivir bajo el peso de la culpa y la vergüenza. Es cierto que existieron circunstancias –su falta de educación, su aislamiento– que condujeron a Hanna a convertirse en una pieza de la maquinaria nazi; pero también es verdad que, bajo cualquier circunstancia, los seres humanos tenemos la posibilidad de elegir si incrementamos el mal con nuestras acciones o nos negamos a colaborar en la destrucción de otras personas. Al final de sus días, Kant también señaló que la naturaleza humana era una madera torcida de la que nada recto podría obtenerse, y que por eso más nos valdría saber que la responsabilidad por nuestros actos –la certeza de que tarde o temprano seremos llamados a rendir cuentas por éstos– es siempre una posibilidad en el futuro. 

jueves, 5 de marzo de 2009

A Barcelona, en viaje redondo

Cuando la paciencia cede frente al peso de las obligaciones, uno se siente tentado a tomar el avión que nos haga poner distancia entre lo que somos todos los días y lo que en realidad queremos ser. Pero, como escapar del ecosistema en que hemos nacido entraña riesgos, casi siempre compramos el boleto de ida y el de regreso al mismo tiempo. Queremos viajar, pero también tememos quedarnos varados en un territorio desconocido; deseamos respirar aire freso, pero también nos cuidamos de que los pulmones no revienten a causa de tanta novedad. Precisamente Vicky Cristina Barcelona –la más reciente película de Woody Allen– trata de la forma en que nos volvemos turistas en nuestras propias vidas, constantemente planeando viajes que posponemos o abortamos a la menor provocación.

Vicky (Rebecca Hall) es una neoyorquina a punto de casarse con su prometido de toda la vida. Pero ella quiere un último viaje de soltera, y para llevarlo a cabo convoca a su amiga Cristina (Scarlett Johansson), en dirección del lugar que ellas identifican como la cuna del amor arrebatado, los pintores bohemios y el vino con olor a tierra, es decir, Barcelona. Allí, Vicky y Cristina conocen a Juan Antonio (Javier Bardem), el pintor que se ajusta a las expectativas románticas de la segunda y que despierta en la primera una extraña reacción de simultáneos deseo y rechazo. La audaz Cristina hará todo lo posible por llevar a cabo sus fantasías amorosas con Juan Antonio, esperando que estas experiencias liberen sus instintos creativos de fotógrafa. Pero el destino –como las guitarras flamencas que acompañan este viaje a Barcelona– ensaya composiciones caprichosas y desgarradas. Vicky irá perdiendo la repulsión que siente frente al mundo espontáneo y vital que representa Juan Antonio, mientras Cristina tendrá que hacer espacio en su relación con el pintor para la exesposa de él, María Elena (Penélope Cruz, prodigiosa), una artista plástica con tendencias suicidas. Lo que se adivinaba al principio como una comedia de enredos amorosos típica de Woody Allen, acaba revelándose como una pieza trágica en la que la locura y la pasión son vistas como los territorios que muchos anhelan visitar como turistas, pero que sólo pocos soportan como residentes permanentes.

En la última etapa de su carrera, Woody Allen ha abandonado a sus personajes neoyorkinos para instalarse en Europa. Desde la distancia, él observa con una luz renovada su visión pesimista sobre la duración del amor a la mañana siguiente de que éste se ha concretado, pero también reafirma su convicción optimista en el sentido de que todavía es posible hallar en ese mismo amor la energía vital para crear arte. En este sentido, Vicky Cristina Barcelona da continuidad a una obra no exenta de tropezones, pero siempre interesante y curiosa por examinar los comportamientos atávicos y transgresores de la tribu que integran las personas enamoradas. Sin embargo Vicky Cristina Barcelona, añade una nota trágica a la sinfonía de Allen: el amor romántico –ese que se desborda por los oídos y se vuelve justificación de todas las locuras imaginables– es como ese viaje ideal que hemos planeado toda la vida. Algo al alcance de la mano con un poco de esfuerzo, pero que posponemos siempre a causa del miedo instintivo de constatar que soñamos el sueño equivocado, que magnificamos el tamaño de nuestros deseos y erramos el objeto el deseo. Por eso, siempre que viajamos en busca del paraíso –Barcelona, por ejemplo– pedimos que el boleto sea redondo e incluya el regreso.

domingo, 26 de octubre de 2008

Viendo "Persépolis"

La imaginación es una poderosa estrategia de sobrevivencia. Escribimos novelas, componemos canciones y filmamos películas, porque las creaciones que son producto de la imaginación nos dan la oportunidad de mostrar que las cosas pueden ser de otro modo. Como le ocurría a Scherezada en Las mil y una noches, esperamos que los cuentos que contamos nos permitan sobrevivir un día más. Si la realidad es gris y opresiva, la imaginación se convierte en tabla de salvación, en el último reducto de libertad que permanece a salvo del ominoso mundo exterior. No en vano el movimiento estudiantil francés de 1968 convirtió el reclamo de la imaginación al poder en su caballo de batalla. No es casual, tampoco, que la artista gráfica de origen iraní Marjane Satrapi haya decidido tomar revancha del pasado –integrado por episodios de violencia, discriminación y migración forzada– a través de Persépolis, la novela gráfica convertida posteriormente en película por ella misma, en codirección con Vincent Paronnaud. De cierta manera, lo que hace Marjane es reconstruir los colores y las texturas emocionales que ella asocia con su infancia y juventud –el olor a jazmín de la abuela, el juego del escondite en las calles de Teherán, los abrazos del tío idealista que se convierte en héroe personal–, para oponerlos a la grisura que para ella significó la sucesión de gobiernos teorcráticos en Irán a partir de la década de 1970.

Persépolis despliega en clave cinematográfica la riqueza del lenguaje de la novela gráfica –el noveno arte– y relata la experiencia de sentirse extranjero en el propio país al colocarse a las mujeres en una posición de inferioridad. Persépolis, además, traza la melancolía y desesperación que surge en quienes se ven obligados a abandonar sus territorios de origen y son forzados a adaptarse a estilos de vida que les son ajenos. Como consecuencia de la revolución de 1978, la república islámica se impuso en Irán, restringiéndose las libertades, convirtiéndose los pecados en delitos y obligándose a todas las mujeres a portar el velo. Por esta razón, los padres de Marjane decidieron enviarla a estudiar a Francia. En Teherán, Marjane fue la niña occidentalizada rebelde, mientras que en París, era la terrorista iraní. Si la incomunicación y la discriminación definieron la primera juventud de Marjane, ella opone la vitalidad de su sentido del humor y la ironía de su mirada para intentar hacernos sentir lo que significa ser extranjero en el propio país e intruso en el mundo exterior.

Desde mi punto de vista, Persépolis ha sido la mejor película estrenada en la cartelera comercial durante 2008. Cine de dibujos animados para niños y adultos, Persépolis es una obra demoledora en la forma de relatar la injusticia y miseria que generan la intolerancia y el fanatismo; pero también es un relato pleno de esperanza en relación con la capacidad de los seres humanos para soñar a colores una realidad que las más de las veces es gris y monocromática.

lunes, 13 de octubre de 2008

Leyendo “Los inconsolables”, de Kazuo Ishiguro

Quienes han tenido la oportunidad de vivir en una isla por una larga temporada, afirman que lo más difícil de regresar a territorio continental es recordar que uno no puede simplemente echarse a caminar en cualquier dirección para encontrar el mar. Las islas nos devuelven la sensación de flotar a la deriva, de ser sobrevivientes de un naufragio, de sabernos aislados de los demás pero sujetado por rígidos códigos de conducta que hacen posible la vida en ese pequeño espacio geográfico. En las islas, uno puede entender que el ser humano es, además de un animal poscoital triste, un organismo cuyos apéndices se extienden en todas direcciones tratando de buscar el consuelo que nunca llegara. Renunciar a la tristeza que sigue a la consumación del acto sexual es, como abdicar de nuestra condición de seres inconsolables, un acto imposible. Y la vida se nos va en querer hacer cosas imposibles. Somos tristes, inconsolables, creadores de islas de civilización en las que hemos reunido a los náufragos que más amamos y las pertenencias que recuerdan que alguna vez tuvimos hogar y padres en cuyos brazos la promesa del consuelo era creíble.

Ishiguria, el pedazo de tierra que se deshace en neblina bajo los pies de sus personajes, es la isla que el escritor Kazuo Ishiguro ha creado para que la habiten sus ficciones. Las placas tectónicas cuyo choque ha producido las montañas de Ishiguaria son parte de dos territorios culturales incomunicados, Japón e Inglaterra, pero profundamente vinculados por la renuncia a la integración con la tierra firme y por nociones monolíticas del honor y la comunidad que obligan a sus habitantes a reprimir sus ganas de llorar porque eso consume demasiada energía. Los inconsolables es, quizá, el intento más lúcido por trazar un mapa de Ishiguria y por componer el himno musical que mejor refleje la forma en que las ficciones de Kazuo Ishiguro materializan los deseos de sus personajes al tiempo que van evaporando la realidad. De tal forma que, al final de Los inconsolables, uno no sabe si sentirse devastado por la imaginaria realidad del paisaje después de la batalla o la realidad imaginaria de los cuerpos de los sobrevivientes que deambulan confundidos, buscando una taza de té para reconfortarse.

Los inconsolables trata de la imposibilidad de la redención, de la permanente posibilidad del desconsuelo. A un país sin nombre situado en el corazón de Europa, arriba Ryder, un afamado pianista cuya presencia supone la posibilidad de redención para la ciudad que por razones oscuras y trágicas se desvió del destino de grandeza y esplendor que la historia le reservaba. Los habitantes de este país sin nombre –que podría ser Ishigura o alguno de sus consulados– esperan lo imposible de la música que sabe producir este hombre virtuoso: que produzca la reconciliación donde nunca hubo una guerra explícita, que cure las heridas que ya cicatrizaron, que anuncie la inminencia del amanecer cuando éste acaba de ocurrir. Ryder se sabe ajeno a esta comunidad que aparenta la autosuficiencia, la sensatez y el refinamiento extremos. No obstante, en él empezarán a surgir recuerdos que lo hacen dudar de que su historia personal no sea una versión microscópica de la historia del país de la desolación que espera ser redimido. Ryder quiere liberarse del peso de las expectativas que estas buenas personas han colocado sobre su espalda, o mejor dicho, sobre ese par de manos que saben arrancar belleza instantánea del piano o cualquier objeto que puedan acariciar. Y es que los inconsolables admiradores del pianista no saben que nadie mejor que Ryder conoce lo difícil que es consolarse uno mismo cuando los demás te observan como un hombro para llorar, como papel pautado al que se le escribe una y otra vez la misma canción desafinada. Al ingresar al país de la desolación, sólo de manera transitoria, mientras ocurre su gran presentación en Helsinki, Ryder acaba aquejado por la misma enfermedad de los nativos: la incapacidad para distinguir entre la irrealidad de los deseos y el muro de concreto que significan las consecuencias no planeadas de las acciones que tienen el propósito de materializar dichos deseos. Uno siempre puede extraviarse en el laberinto que definen los propios deseos, uno siempre puede tomar el tranvía equivocado cuando se camina por la calle con los ojos vendados.

En el país de la desolación –Ishiguria, Inglaterra o Japón–, Ryder se enfrentará con las versiones pasada y futura de su propia vocación musical: el rechazo de unos padres exquisitos que no pueden lidiar con la ineptitud del hijo y el destino de soledad y necedad encarnado en un director de orquesta a quien nadie había notado que le faltaba una pierna. ¿No es motivo suficiente para sentirse inconsolable el percatarse de que uno mismo es la versión mediocre, detenida en el tiempo, de las posibles fortuna y tragedia que nos acechan a cada paso? Por eso, Kazuo Ishiguro tiene mucha razón al sugerir que el concierto para el que probablemente estemos preparándonos desde el día en que nacimos puede no ocurrir o suceder en un auditorio vacío. Y uno siempre tendrá que lidiar con su desconsuelo, que arrastrar en la memoria una multiplicidad de coitos que no se prolongaron hasta la eternidad.

martes, 9 de septiembre de 2008

Yo mismo en la vida irreal o, lo que es igual, "Dan en la vida real"

No me gusta mucho que me tomen fotografías, y decirlo en voz alta es una forma de ser calificado de inmediato como un bicho raro. Si la memoria es frágil y el tiempo lo carcome todo, ¿por qué negarse a contribuir a la permanencia de la imagen? ¿Por qué evitar que uno se perpetúe en el tiempo junto con los amigos, alrededor de una mesa generosamente servida en comida y vino? Siempre, mi cara aparece en las fotografía haciendo la expresión que no quería; nunca encuentro el lugar indicado donde poner las manos; parece que la ansiedad por la inminencia del “clic” en la cámara fotográfica me hace cerrar los ojos. Y así aparezco siempre en las fotos: con una expresión incómoda cuando los demás congelan perfectamente una sonrisa en el rostro; con una mano moviéndose en el aire hacia fuera del campo visual, quizá negándose a aparecer en el retrato; con la apariencia del sonámbulo que, con los ojos cerrados, llegó a la reunión donde estaban sus amigos y ellos, por pudor, no quisieron despertarlo. Mi rostro y mi cuerpo en las fotos siempre me recuerdan lo fácil que es sentirse fuera de lugar en sitios conocidos; lo sencillo que es volverse extranjero en el propio país; lo difícil que es reconocerse uno mismo en su propio contexto si se detiene por un momento la relación rutinaria que se tienen con las cosas. Porque, aparte de mí, parece que nadie más se siente incómodo con las fotos.

Aunque no nos parecemos en nada, siempre que veo una película con Steve Carell me acuerdo de mí mismo en los retratos: no se sabe si es un mimo triste forzado a subir al escenario para contar un chiste que a él mismo no le parece gracioso; podría ser que estuviera a punto de reírse como una reacción histérica frente al caos de una vida común y corriente que se desborda simplemente porque la tostadora de pan no funcionó el día de hoy; también recuerda la expresión de aquellos a quienes se les ha anunciado la muerte de alguien y se instalan en el limbo hasta nuevo aviso. El de Steve Carell es un rostro incómodo; él posee la expresión perfectamente estudiada del hombre que nunca estuvo allí; él es dueño del gesto congelado de perplejidad que corresponde al actor que no sabe en qué película lo colocará el estudio, si en una en la que interpretará a un experto en la obra de Proust u otra en donde tendrá que besar a Juliette Binoche en la locación de un boliche.

Viendo Dan en la vida real –de donde se deriva la secuencia del beso en el boliche– pensaba sobre la pertinencia de congelar las expectativas, deshacer los planes, tirar el botiquín de primeros auxilios por la borda. Y es que, finalmente, nada de eso se requiere en los momentos de coyuntura, cuando Dan –o cualquiera de nosotros– se reencuentra con su vida real. En esta peli, Steve Carell tiene buenos motivos para conservar su rostro pasmado y poner a funcionar su cuerpo con torpeza, tropezándose con todo, perdiendo la oportunidad de atrapar el balón que le lanzan personas normales que no son como él. Con el celibato forzado que le acarrea la viudez, tres hijas malcriadas a cuestas y una familia que no sabe mantener secretos, el Dan de Steve Carell tendrá que aceptar que quizá nunca se deshaga de esa sensación de estar fuera de lugar en un mundo donde todos parecen estar cómodos consigo mismos y con el contexto. Pero también aprenderá –acompañado por las canciones de Sondre Lerche– que no es lo mismo sentirse de manera permanente un visitante que llega al planeta desde el espacio exterior, que vivir solo y aislado de los buenos terrícolas. Para Dan y para mí será difícil deshacernos de la idea de que en el mundo ocurre todos los días un banquete con música y vino al que no fuimos invitados pero, quizá, también podamos entretenernos ideando alguna forma de colarnos a la fiesta y acabar bailando con la persona que queremos creer es la compañía ideal para esa velada. Ni un día más, pero tampoco ni un día menos.

lunes, 4 de agosto de 2008

Leyendo sobre los usos y abusos en la construcción de la memoria sobre el mal

Cuando vi por primera vez La vida es bella, la película de Roberto Benigni, salí del cine profundamente conmovido, con un par de lágrimas tímidamente asomándose por mis ojos. Como tres de los cuatro amigos que asistimos a aquella función usamos anteojos, pudimos disimular la conmoción, todos nos hicimos un poco los desentendidos y empezamos a mirar hacia otro lado, evitando el tema, mientras la discusión se dirigía hacia otras cuestiones, como en dónde sería la cena o si había algún ensayo pendiente para la clase de ética del día siguiente. No obstante, a la hora del obligado café después del cinito, parece que alguien rompió el dique de nuestro pudor, y todos nos deshicimos en elogios sobre la película de Benigni. Y es que cuando uno es un poco ingenuo y muy ignorante de la historia, es muy fácil aceptar, así, sin más, que la vida es bella. Un amigo dijo que La vida es bella era una fábula universal, porque el carácter judío de los personajes se suavizaba, y al contrario, se ofrecía una lección de sobrevivencia a cualquiera que hubiera vivido la discriminación en carne propia y por cualquier otro motivo diferente del origen étnico. Otro camarada señaló que el sentido del humor que el personaje de Benigni mantuvo hasta el final de la película –caminando incluso como payaso en dirección de la muerte– era prueba de que la mejor forma de sobrevivir era aferrarse a la risa y desafiar la solemnidad de los tiranos. Uno más de estos ingenuos y cinéfilos personajes señaló que la historia de amor entre Guido y su esposa era, de cierta forma, la prueba de que el amor es posible incluso en el infierno. Y yo, pues no pude más que reconocer que todo el tiempo tuve en la cabeza a mi padre, pensando que él hubiera sido capaz –de hecho, ya lo ha sido– de mantener la cabeza erguida y el ánimo intacto para hacerme pensar que la vida puede ser bella, aunque realmente no lo sea. En fin, que en aquella ocasión, todos confesamos, sin pudor, que la conmoción había sido provocada no por el fragmento de historia que narraba La vida es bella, sino por el tono de esperanza y redención que hacía evocar aquellas cosas cálidas y personas entrañables que más queríamos en el presente. Sin embargo, todos caímos en el error de confundir esta fábula de redención y esperanza con un fragmento de historia que difícilmente evoca la idea de que la vida es bella.

Y es que, cuando se es ingenuo e ignorante, uno usa y abusa de la historia, de las formas en que la memoria se construye y de las maneras en que utilizamos dicha memoria para confortarnos en el presente. De eso trata Selling the Holocaust. From Auschwitz to Schindler: How History is Bought, Packaged, and Sold, del historiador Tim Cole. Particularmente, el libro se ocupa de la forma en que se ha construido lo que Cole ha dado en llamar el mito de Auschwitz, el negocio de la Shoah. Paradójicamente, mucho dinero y esfuerzos historiográficos se han dedicado a restaurar la memoria del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y todavía este episodio permanece como uno de los menos conocidos.

El mito de Auschwitz se integra, desde el punto de vista de Cole, por personajes y destinos geográficos precisos. Selling the Holocaust desmenuza la historia de cómo Anna Frank, Adolf Eichmann y Oskar Schindler se volvieron figuras emblemáticas del Holocausto. En el caso de Frank, su padre y los operadores del museo que lleva su nombre en Holanda eligieron borrar del diario aquellos pasajes que contradecían las líneas finales según las cuales ella aún creía que las personas son bondadosas en el fondo de sus corazones. En relación con Eichmann, Cole señala que su juicio en Jerusalén en el año de 1961 representa una renovación del interés del Estado israelí por apropiarse y monopolizar la narración sobre el Holocausto, pues habría sido sobre los judíos y no sobre otro pueblo que burócratas asesinos como el propio Eichmann descargaron una furia antisemita que ha sido permanente en la historia de la humanidad. No obstante, el pudor de los fabricantes del mito del Holocausto se anula cuando Auschwitz y Hollywood se encontraron a la hora de recrear la historia de Oskar Schindler, el alemán capitalista que habría encontrado la redención al comprar las vidas de los judíos que trabajan para él y salvarlos, pues –como Steven Spielberg se encargó de dejar bien claro– quien salva a un judío también salva al mundo entero. Cole no puede reprimir su mirada irónica e incluso cínica sobre el mito del Holocausto, al señalar que el principal problema con La lista de Schindler no es todo el derroche de recursos empleado para recrear las cámaras de gas –lo que ningún otro cineasta se había atrevido a hacer–, el tono documental o el blanco y negro de la fotografía, que nos quieren hacer creer que no estamos viendo una película, sino atestiguando la historia misma; no, el problema es más grave: Spielberg concluye su relato con el encuentro entre los judíos reales salvados por Schindler y los actores que los personificaron en la película, para rendir un tributo al empresario alemán, como si fuera posible la redención, la felicidad, el perdón, erradicar las cicatrices del cuerpo herido y la conciencia degradada, tras haber salido con vida de los campos de concentración.

Cole señala que el mito del Holocausto también se integra por geografías precisas. En primer lugar, por Auschwitz, el poblado polaco cuyo nombre se ha convertido en sinónimo del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Auschwitz no es más un lugar en el que coexistieron, por lo menos, tres campos de internamiento para judíos y otros grupos estigmatizados con el prejuicio y la discriminación por el nazismo; ahora, Auschwitz es el lugar donde Spielberg rodó su película, donde millones de turistas al año van a depositar sus lágrimas sin comprender ni un ápice de lo que allí ocurrió, donde se han reconstruido escenarios que no existieron realmente en ese espacio geográfico, porque de este modo el turista podría tener una idea general de lo que el Holocausto fue al precio de un solo boleto. Algo similar ocurre con Yad Vashem y el Museo Conmemorativo Estadounidense del Holocausto, los sitios en los que Israel y Estados Unidos respectivamente cuentan su versión de la historia. En Yad Vashem, Cole encuentra una narración en la que el elemento central está dado por el heroísmo y por la idea de que lo mejor que le pudo pasar al pueblo judío fue haber fundado Israel y afirmar su independencia respecto de otras comunidades –como Palestina– que amenacen con reeditar la violencia que ellos conocieron en los campos de concentración. Por su parte, en el museo conmemorativo de Washington, Cole describe la versión americanizada del Holocausto: una en la cual la tragedia totalitaria les ocurrió a quienes se apartaron de los valores liberales y democráticos que han definido el carácter libertario de la nación estadounidense. Mientras que Yad Vashem establece una narración en la que los judíos de hoy son los herederos directos de los héroes del pasado que resistieron la ocupación nazi sin doblegarse, Washington relata la supremacía moral de una nación –Estados Unidos– que fue capaz de detener el mal encarnado por Hitler.

No conozco Yad Vashem ni el museo del Holocausto en Washington, pero después de leer Selling the Holocaust, es posible que cuando por fin visite estos lugares lo haga sin la condescendencia ni la ingenuidad con la que vi por primera vez La vida es bella hace ya diez años. Y es que, como señala Tim Cole, el problema no es que restauremos la memoria que se refiere a la destrucción de los judíos y otros grupos culturales por el nazismo, sino que seamos ciegos frente al hecho de que los museos y las películas no son de ningún modo la historia. El peligro radica, precisamente, en que el fetiche se confunda con el cuerpo real de quienes fueron convertidos en cenizas por esta forma de mal radical echado a andar por seres humanos banales y políticamente irresponsables.