jueves, 7 de mayo de 2009

El lector

El filósofo alemán Immanuel Kant sentenció, a propósito de la tentación de disculpar a las personas apelando a sus motivaciones bienintencionadas, que nadie puede conocer lo que ocurre en el interior del corazón humano, excepto Dios. Para nosotros, mortales y capaces de dañar a otros, la única forma de conocer a las personas pasa por el examen de sus acciones, de la forma en cómo éstas afectan las vidas ajenas. Si bien es cierto que observamos a quienes amamos como inocentes hasta que se demuestra lo contrario, también es verdad que no podemos dejar de reconocer que esas mismas personas deben hacerse responsables de sus acciones. De la peor manera posible, Michael Berg (Ralph Fiennes) –el protagonista de El lector, la novela de Bernhard Schlink y la película de Stephen Daldry– descubrirá no sólo que las personas que amamos pueden ser ejecutoras del mal radical, sino también que es imposible liberarse de la responsabilidad política.

El lector examina la relación que Michael establece con Hanna Schmitz (Kate Winslet, prodigiosa), una mujer que lo rebasa en casi veinte años y que será su vía de acceso al mundo de los adultos, es decir, del sexo, las mentiras y las frágiles lealtades que, a pesar de todo, queremos imaginar como eternas. Bajo el velo de silencio que la sociedad alemana tendió sobre el pasado nazi reciente, los encuentros sexuales entre Michael y Hanna encuentran su complemento en las lecturas en voz alta que el primero hace de Homero, Dickens, Schiller, Goethe y Tolstoi. Así, Hanna, descubrirá que la literatura es una vía de escape de una realidad que es gris y opresiva, que existe otra forma de experimentar el mundo. Sin embargo, la relación es asimétrica, no sólo por la diferencia de edades, sino por el silencio que ella guarda sobre su pasado y por la manipulación que ejerce sobre el chico. No en balde es Michael quien tiene que leer las historias, y Hanna sólo se limita a escuchar en silencio. Un día ella desaparece sin dejar rastro. El chico no sabe cómo interpretar esa huida. Algunos años después, Michael, ya convertido en estudiante de derecho, se reencontrará con Hanna en la corte que juzga a un grupo de mujeres encargadas de vigilar a los internos en el campo de concentración de Auschwitz. Hanna estaba entre ellas. Entonces en Michael surge el ansia por obtener una respuesta a la pregunta sobre cómo es posible que la mujer que amó haya sido la misma persona que, antes de conocerlo, fue capaz de colaborar con el régimen nazi y cumplir con un trabajo atroz como si se tratara de cualquier ocupación ordinaria.

El lector deja la sensación amarga de que Hanna marcó, para bien y para mal, la vida de Michael de manera definitiva. Michael es símbolo de una generación atormentada por el silencio como respuesta al pasado ignominioso, por la certeza de vivir bajo el peso de la culpa y la vergüenza. Es cierto que existieron circunstancias –su falta de educación, su aislamiento– que condujeron a Hanna a convertirse en una pieza de la maquinaria nazi; pero también es verdad que, bajo cualquier circunstancia, los seres humanos tenemos la posibilidad de elegir si incrementamos el mal con nuestras acciones o nos negamos a colaborar en la destrucción de otras personas. Al final de sus días, Kant también señaló que la naturaleza humana era una madera torcida de la que nada recto podría obtenerse, y que por eso más nos valdría saber que la responsabilidad por nuestros actos –la certeza de que tarde o temprano seremos llamados a rendir cuentas por éstos– es siempre una posibilidad en el futuro.