sábado, 15 de agosto de 2009

Paisaje de anciano con niño y globos

A través del mito de Dédalo e Ícaro, los griegos antiguos mostraron las consecuencias funestas que acarrea el deseo de realizar sueños imposibles. Dédalo era un arquitecto cretense, a quien el rey Minos encargó la construcción de un laberinto para encerrar al Minotauro –criatura con cuerpo humano y cabeza de toro– que devoraba a los lugareños. Una vez completada la obra, Minos encerró a Dédalo junto con su hijo Ícaro en una torre del laberinto, para evitar que alguien conociera la forma de liberar al monstruo. Durante años, Dédalo reuniría la cera de las abejas y las plumas de las aves, para fabricarse unas alas y escapar de la isla. No obstante, Ícaro habría cometido la insensatez de volar muy cerca del sol, derritiéndose la cera de sus alas y cayendo al mar para morir ahogado. Desde entonces, Ícaro se ha convertido en símbolo de la necedad humana que significa querer volar más alto de lo que está permitido, tocar el sol a pesar de saber que éste quema y ciega.

La nueva película del estudio de animación Pixar también incluye un paisaje con niño y anciano suspendidos en el aire, pero en lugar de usar el improbable mecanismo de las alas artificiales, ellos realizan el todavía más improbable acto de atar miles de globos al techo de una casa. Al contrario del mito griego, UP –dirigida por Pete Docter y Bob Peterson– celebra el sueño de viajar a lugares donde nunca hemos estado y que imaginamos mejores que el hogar; la capacidad de crear héroes y esforzarse en ser como ellos, aunque sean falibles como uno mismo; la fuerza de las personas para enamorarse y, con ese acto, decretar la inmortalidad de lo que se ama.

A sus 78 años, el vendedor de globos Carl Frederickson decide que es hora de cumplir el sueño que él y su esposa pospusieron durante cincuenta años de matrimonio: conocer una tierra perdida en Sudamérica, donde el héroe de las películas de acción del pasado Charles Muntz vivió grandes aventuras. El punto de partida no es sencillo: todos sienten compasión por la súbita soledad de Carl, pero nadie le pregunta qué es lo que realmente quiere para el resto de su vida. O casi nadie, porque a la puerta de la casa del viudo se presenta Russell, un chico de nueve años que quiere conseguir la última de sus insignias de boy scout, precisamente, la que se gana ayudando a las personas mayores. Russell y Carl no tienen nada en común –son la pareja dispareja que tantas veces ha dado lugar a grandes películas–, más que una cierta tentación a dejarse seducir por la aventura y los relatos de héroes. Para huir de su pasado, Carl atará miles de globos al techo de su casa y así llegar a Sudamérica y cumplir la promesa que hizo a su esposa. En el viaje de Carl se cuela un polizón: Russell, su mochila llena de artefactos inútiles para la sobrevivencia y su convicción de que siempre –incluso cuando se combate a los villanos– debe hacerse lo correcto. De lo contario, el viaje no habría valido la pena; de otra manera, el sueño irrealizable es algo pueril y no la aspiración legítima de ganarle tiempo al mismo tiempo que es invencible.

Me parece que las dos mejores películas que se han estrenado en lo que va del 2009 son, curiosamente, animaciones: la israelí VALS CON BASHIR y la estadounidense UP. Los dibujos animados, o de manera más precisas, la tecnología aplicada a la creación de espacios y personajes virtuales dan la posibilidad de traducir casi literalmente al mundo real la imaginación de los creadores. Pero UP no es sólo un prodigio técnico, también se sustenta en una narración audaz en varios sentidos: primero, al hacer de un adulto mayor su protagonista, después al embarcar a personajes frágiles en lo que intuimos es la aventura final de Carl y la que marcara la madurez de Russell y, finalmente, al retratar la vejez como un recodo de sabiduría, pero también como el momento en que el cuerpo ha envejecido y los sueños y anhelos sigue intactos.

UP es una película desolada: la vida se acaba en cinco minutos –como los que describen la vida de enamoramiento entre Carl y su esposa– y los héroes de la infancia pueden convertirse en la pesadilla del presente. Paradójicamente –como le ocurría a Ícaro, temeroso pero con una sonrisa en los labios–, son esas últimas aventuras y los personajes que se enfrentan a ellas con la conciencia de su fragilidad, pero también con la certeza de que vale la pena intentarlo, los que hacen de UP una película tan cálida, esperanzadora y tierna. Quizá no todos estemos dispuestos a atar un millar de globos a nuestro techo, pero es cierto que, en un momento dado, todos nos hemos puesto en la posición de Ícaro: de frente al vacío, dominados por el miedo, pero también con la idea de que del otro lado del mar hay un paisaje nuevo que justifica a posibilidad del naufragio.

jueves, 7 de mayo de 2009

El lector

El filósofo alemán Immanuel Kant sentenció, a propósito de la tentación de disculpar a las personas apelando a sus motivaciones bienintencionadas, que nadie puede conocer lo que ocurre en el interior del corazón humano, excepto Dios. Para nosotros, mortales y capaces de dañar a otros, la única forma de conocer a las personas pasa por el examen de sus acciones, de la forma en cómo éstas afectan las vidas ajenas. Si bien es cierto que observamos a quienes amamos como inocentes hasta que se demuestra lo contrario, también es verdad que no podemos dejar de reconocer que esas mismas personas deben hacerse responsables de sus acciones. De la peor manera posible, Michael Berg (Ralph Fiennes) –el protagonista de El lector, la novela de Bernhard Schlink y la película de Stephen Daldry– descubrirá no sólo que las personas que amamos pueden ser ejecutoras del mal radical, sino también que es imposible liberarse de la responsabilidad política.

El lector examina la relación que Michael establece con Hanna Schmitz (Kate Winslet, prodigiosa), una mujer que lo rebasa en casi veinte años y que será su vía de acceso al mundo de los adultos, es decir, del sexo, las mentiras y las frágiles lealtades que, a pesar de todo, queremos imaginar como eternas. Bajo el velo de silencio que la sociedad alemana tendió sobre el pasado nazi reciente, los encuentros sexuales entre Michael y Hanna encuentran su complemento en las lecturas en voz alta que el primero hace de Homero, Dickens, Schiller, Goethe y Tolstoi. Así, Hanna, descubrirá que la literatura es una vía de escape de una realidad que es gris y opresiva, que existe otra forma de experimentar el mundo. Sin embargo, la relación es asimétrica, no sólo por la diferencia de edades, sino por el silencio que ella guarda sobre su pasado y por la manipulación que ejerce sobre el chico. No en balde es Michael quien tiene que leer las historias, y Hanna sólo se limita a escuchar en silencio. Un día ella desaparece sin dejar rastro. El chico no sabe cómo interpretar esa huida. Algunos años después, Michael, ya convertido en estudiante de derecho, se reencontrará con Hanna en la corte que juzga a un grupo de mujeres encargadas de vigilar a los internos en el campo de concentración de Auschwitz. Hanna estaba entre ellas. Entonces en Michael surge el ansia por obtener una respuesta a la pregunta sobre cómo es posible que la mujer que amó haya sido la misma persona que, antes de conocerlo, fue capaz de colaborar con el régimen nazi y cumplir con un trabajo atroz como si se tratara de cualquier ocupación ordinaria.

El lector deja la sensación amarga de que Hanna marcó, para bien y para mal, la vida de Michael de manera definitiva. Michael es símbolo de una generación atormentada por el silencio como respuesta al pasado ignominioso, por la certeza de vivir bajo el peso de la culpa y la vergüenza. Es cierto que existieron circunstancias –su falta de educación, su aislamiento– que condujeron a Hanna a convertirse en una pieza de la maquinaria nazi; pero también es verdad que, bajo cualquier circunstancia, los seres humanos tenemos la posibilidad de elegir si incrementamos el mal con nuestras acciones o nos negamos a colaborar en la destrucción de otras personas. Al final de sus días, Kant también señaló que la naturaleza humana era una madera torcida de la que nada recto podría obtenerse, y que por eso más nos valdría saber que la responsabilidad por nuestros actos –la certeza de que tarde o temprano seremos llamados a rendir cuentas por éstos– es siempre una posibilidad en el futuro. 

jueves, 5 de marzo de 2009

A Barcelona, en viaje redondo

Cuando la paciencia cede frente al peso de las obligaciones, uno se siente tentado a tomar el avión que nos haga poner distancia entre lo que somos todos los días y lo que en realidad queremos ser. Pero, como escapar del ecosistema en que hemos nacido entraña riesgos, casi siempre compramos el boleto de ida y el de regreso al mismo tiempo. Queremos viajar, pero también tememos quedarnos varados en un territorio desconocido; deseamos respirar aire freso, pero también nos cuidamos de que los pulmones no revienten a causa de tanta novedad. Precisamente Vicky Cristina Barcelona –la más reciente película de Woody Allen– trata de la forma en que nos volvemos turistas en nuestras propias vidas, constantemente planeando viajes que posponemos o abortamos a la menor provocación.

Vicky (Rebecca Hall) es una neoyorquina a punto de casarse con su prometido de toda la vida. Pero ella quiere un último viaje de soltera, y para llevarlo a cabo convoca a su amiga Cristina (Scarlett Johansson), en dirección del lugar que ellas identifican como la cuna del amor arrebatado, los pintores bohemios y el vino con olor a tierra, es decir, Barcelona. Allí, Vicky y Cristina conocen a Juan Antonio (Javier Bardem), el pintor que se ajusta a las expectativas románticas de la segunda y que despierta en la primera una extraña reacción de simultáneos deseo y rechazo. La audaz Cristina hará todo lo posible por llevar a cabo sus fantasías amorosas con Juan Antonio, esperando que estas experiencias liberen sus instintos creativos de fotógrafa. Pero el destino –como las guitarras flamencas que acompañan este viaje a Barcelona– ensaya composiciones caprichosas y desgarradas. Vicky irá perdiendo la repulsión que siente frente al mundo espontáneo y vital que representa Juan Antonio, mientras Cristina tendrá que hacer espacio en su relación con el pintor para la exesposa de él, María Elena (Penélope Cruz, prodigiosa), una artista plástica con tendencias suicidas. Lo que se adivinaba al principio como una comedia de enredos amorosos típica de Woody Allen, acaba revelándose como una pieza trágica en la que la locura y la pasión son vistas como los territorios que muchos anhelan visitar como turistas, pero que sólo pocos soportan como residentes permanentes.

En la última etapa de su carrera, Woody Allen ha abandonado a sus personajes neoyorkinos para instalarse en Europa. Desde la distancia, él observa con una luz renovada su visión pesimista sobre la duración del amor a la mañana siguiente de que éste se ha concretado, pero también reafirma su convicción optimista en el sentido de que todavía es posible hallar en ese mismo amor la energía vital para crear arte. En este sentido, Vicky Cristina Barcelona da continuidad a una obra no exenta de tropezones, pero siempre interesante y curiosa por examinar los comportamientos atávicos y transgresores de la tribu que integran las personas enamoradas. Sin embargo Vicky Cristina Barcelona, añade una nota trágica a la sinfonía de Allen: el amor romántico –ese que se desborda por los oídos y se vuelve justificación de todas las locuras imaginables– es como ese viaje ideal que hemos planeado toda la vida. Algo al alcance de la mano con un poco de esfuerzo, pero que posponemos siempre a causa del miedo instintivo de constatar que soñamos el sueño equivocado, que magnificamos el tamaño de nuestros deseos y erramos el objeto el deseo. Por eso, siempre que viajamos en busca del paraíso –Barcelona, por ejemplo– pedimos que el boleto sea redondo e incluya el regreso.