sábado, 10 de mayo de 2008

Leyendo “Acerca de la dificultad de vivir juntos. La prioridad de la política sobre la historia”, de Manuel Cruz

Cuando conocí al filósofo español Manuel Cruz, en un seminario en la Universidad hacia el año 2003, lo que más me sorprendió de él fue su decidida crítica hacia la sacralización de la memoria y la historia en detrimento de la política y la responsabilidad. El me contó, por ejemplo, que lo que más le gustaba de la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, era la forma en que él daba más importancia a la pregunta por una acción atípica en el pasado que a las posibles respuestas que ofreciera hacia el final de su narración. Porque es importante contar con respuestas del pasado, pero más lo es preservar un sentido de interrogación permanente que nos vacune contra el riesgo de sacralizar ese mismo pasado. A contracorriente de la mayoría de quienes exploran episodios históricos como Auschwitz, Manuel Cruz tiene en mente el objetivo de hacer política, de ser responsable con el presente a través de la reconstrucción del pasado. Para él, el pasado no tiene un valor intrínseco; sólo vale la pena vincular a la política con la historia, si de esta relación se genera una idea de justicia para el futuro, incluyente y capaz de respetar la propia pluralidad del relator histórico y de las sociedades contemporáneas. Afirmar esto, sin duda, es herético en un medio intelectual que sacraliza al pasado y condena al dolor al dominio de lo inefable y lo místico. Me explico: cuando las sociedades con un pasado compartido de autoritarismo y violencia –como muchas de las latinoamericanas– se enfrentan con sus propias transiciones hacia la democracia, siempre surge el dilema sobre qué hacer con ese pasado. ¿Se debe dar vuelta a la página para lograr la estabilidad de la sociedad o es necesario dar voz a todos los afectados por la violencia para saldar cuentas con el pasado? Sin duda, hacer memoria se vincula con el deber de hacer compañía, pero también con la obligación de hacer justicia. Sin embargo, no existe una sola versión del pasado ni una sola versión de la justicia a la que aspiramos como sociedad a través de ese proceso de reconstrucción de lo vivido y que significa una herida compartida. Hay quienes señalan que frente a la violencia del pasado, lo mejor es callar para respetar el dolor de las víctimas; otros creen que se debe exponer la intimidad lastimada por todos los medios posibles con el fin de mostrar la maldad inherente a la condición humana; algunos más usan a la reconstrucción de una identidad nacional producto de la experimentación del dolor en el pasado para legitimar posiciones políticas del presente, En todo caso, como señala Manuel Cruz en Acerca de la dificultad de vivir juntos, estos usos de la historia tienen el propósito de devaluar al presente para ensalzar el pasado. Y este es un lujo que no podemos permitirnos. Planear el futuro sin la reconstrucción del pasado es una insensatez, pero reconstruir el pasado sin una idea de la sociedad futura que queremos ser se convierte en un acto extremo de irresponsabilidad política. Por eso es que Manuel Cruz señala que la política tiene primacía sobre la historia: porque el pasado se reconstruye en el presente, en un espacio público plural, y a través de una diálogo permanente con quienes tienen versiones antitéticas a la propia que se refiere al pasado. No es sencillo hacer historia de manera políticamente responsable, pero en el intento se juega nuestra posibilidad de saldar cuentas con el pasado con la mediación de la justicia y no de la venganza o el olvido.

Leyendo “Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio”, de Samantha Powers

Cuando Hannah Arendt concluyó, en 1951, su investigación sobre la forma en que fue posible el surgimiento del totalitarismo en el corazón de Europa, es decir, su texto, Los orígenes del totalitarismo, ella señaló que para la teoría política –en adelante– el problema fundamental debería constituirlo el estudio del mal. Por supuesto, Arendt no se refería al mal abstracto ni al metafísico que la religión católica identifica con el diablo y la tentación al mal que él hace anidar en el corazón humano. Tampoco a la pulsión de muerte a la que se refiere el psicoanálisis. Mucho menos a la existencia de una naturaleza humana esencialmente pervertida, que volvería ingenuo cualquier intento de educar moralmente a los individuos. Arendt se refería a una actualización de aquello que Immanuel Kant describió como el mal radical, es decir, la tentación de observarse uno mismo como la excepción a la regla de comportamiento moral que consideramos se podría universalizar. Por supuesto, el mal radical tiene una dimensión moral, como cuando la regla violentada se refiere al acto de mentir o al hecho de traicionar un vínculo afectivo. Pero la historia del siglo XX –al que la politóloga estadounidense Samantha Powers califica como la era del genocidio– nos ha enfrentado como el mal radical en su vertiente política, esto es, con aquellas formas de daño que ocurren sobre personas concretas con historias de vida personalísimas, pero que están vinculadas con un ejercicio totalitario del poder político y que apuntan no sólo a la destrucción de los individuos sino a la erradicación de su memoria y su cultura como miembros de colectivos étnica o culturalmente definidos. Es a esa forma de mal radical a la que Arendt se refería, y particularmente a su concreción en el genocidio. No obstante la magnitud de sus consecuencias –desde Auschwitz hasta Kosovo– de lo que trata Problema infernal es de la tibia respuesta, o más bien de la inacción de la comunidad internacional encabezada por Estados Unidos, al problema del genocidio. Y no es que Powers crea en la superioridad moral de su país, pero si considera que si alguna nación posee los recursos bélicos y la capacidad de presionar económicamente a la comunidad internacional, esa es Estados Unidos. No involucrarse en la detención de la escalada de violencia es, de alguna manera, convertirse en cómplice del genocidio. La constante en episodios como las matanzas por motivos étnicos o ideológicos que se perpetraron en Armenia, Camboya, Irak, Bosnia, Ruanda y Kosovo es que la comunidad internacional se ha resistido –aun teniendo evidencia plena de la violencia que allí estaba teniendo lugar– a creer que se podían lograr cuotas de violencia más altas que las que se habían conocido con el totalitarismo alemán. En su momento, nadie creyó que los armenios fueran masacrados por los turcos; que el Khmer Rouge estuviera asesinando a todos los campesinos que usaban anteojos por rendirse a esa comodidad burguesa; que Hussein gaseara a los kurdos de su propio pueblo; que la radio estatal de Ruanda diera una lista de ciudadanos tutsis a los que era obligación descuartizar junto a sus familias; que en los Balcanes se masificara la violación como arma de guerra. Después de analizar detalladamente las atrocidades que generó el genocidio en sus expresiones a lo largo del siglo XX, Powers concluye en dos sentidos. Primero, que la comunidad internacional debe ampliar su sentido de la imaginación política para prever el tipo de mal que pueden generar los regímenes genocidas, así como su capacidad de respuesta bélica, y no sólo a través de la ayuda humanitaria. Segundo, que necesitamos una reestructuración de las estructuras del derecho internacional que el 11 de septiembre y la paranoia bélica estadounidense consecuente tanto fracturaron, para contar con tribunales internacionales que castiguen al genocidio y disuadan, con el ejemplo, a los potenciales agresores de los individuos en el futuro.