domingo, 30 de marzo de 2008

Escuchando la nostalgia por la música que acompaña a una noche de juerga que empezó en la década de 1980

Siempre, un nuevo disco de Moby resulta un acontecimiento para mí. El descubrimiento de Play, hace algunos años y gracias a Arizbet, supuso el inicio de una historia de amor entre mis oídos y el músico calvo que es biznieto del autor de Moby Dick. Si bien, 18 y Hotel fueron desconcertantes al principio y sólo se insertaron en mi cabeza con el tiempo de escucharlos una y otra vez, de pronto he vuelto a sentir el flechazo de cupido al escuchar Last Night, el nuevo disco de Moby. Aunque Last Night no tiene la consistencia de Play –una obra a la que no le sobra ni le falta una canción– y también es cierto que Moby no ha vuelto a los sonidos punk que tan bien le hicieron al inicio de su carrera, hay algo lúdico y melancólico en esta nueva obra. La noche de anoche –o la última noche– a la que Moby se refiere es a la que para él empezó cuando descubrió la vida nocturna neoyorkina, a principios de la década de 1980. Al principio, sólo era salir a los clubes de moda por la noche, con amigos, para perder un poco el tiempo. Escoger los lugares para bailar y mover los pies al ritmo de las canciones que sólo eran apetecibles para unos pocos iniciados, llevó a Moby a pensar en aquellos sonidos que le gustaría acompañasen sus escapadas nocturnas. Pensar en la música para poner de fondo en sus correrías nocturnas, llevo a Richard Melville Hall III a hacer la música que lo convirtió en Moby. Vista de manera retrospectiva, la noche neoyorkina es motivo de celebración: se trata de un espacio para tener sexo en plena calle y durante la madrugada, para conocer a una fauna que de día se halla oculta en su depresión o sus viajes químicos, para enamorarse y romper el hechizo con la llegada del día siguiente. Vista de manera retrospectiva, la noche neoyorkina que Moby trata de evocar en Last Night también es motivo de melancolía: hoy se ha ido, no sólo por la tolerancia cero de Giulianni, sino también porque la noche de Moby ha sido secuestrada por otros chicos –como lo era él mismo a principios de los ochentas– que quieren imponer sus propias reglas. La noche neoyorkina cambiará, no obstante, para que todo siga igual…

lunes, 24 de marzo de 2008

Leyendo sobre el pequeño mundo del rey con gorro de bufón

Aaron, el hijo de tres años del matrimonio integrado por Todd y Kathy, usa permanentemente un gorro con tres puntas coronadas por cascabeles, como los que las películas de Disney nos han hecho creer que usaban los bufones medievales. El matrimonio Adamson ha decidido que, mientras Todd consigue su licencia para ejercer como abogado, Kathy se hará cargo de la economía familiar con su trabajo de documentalista. Por su parte, Lucy, la pequeña hija de Sarah y Richard, rompe en una rabieta cada vez que comprueba que su madre no es tan eficiente como las madres de los otros chicos con quienes comparte el patio de juegos o la piscina. Aaron y Lucy, por supuesto, son niños pequeños y están autorizados a comportarse como tales. Pero, ¿qué pasa cuando se observan las rutinas de los adultos si dejamos de pensar en ellos como seres que han crecido y aprendido a encontrarle el rumbo a sus vidas? De eso, precisamente, trata Little Children, la irónica, demoledora, aguda, hermosa, obscena, venenosa y satírica novela de Tom Perrotta. Sarah se descubre pensando en voz alta la simpatía que ahora siente por Madame Bovary, siendo que en su juventud la detestaba y tildaba a Flaubert de misógino por describir tan minuciosamente la caída moral del personaje de su novela. Ahora Sarah sabe que no siempre es fácil realizar la elección adecuada, como los niños que desean obtener el reconocimiento del padre pero desconocen la vía para lograrlo. Todd se horroriza al darse cuenta de que la única canción que puede tararear ahora es la de un programa de caricaturas, tan bobo como el bobo Barney. Todd y Sarah coincidirán en el patio de juegos al que llevan a sus hijos, para iniciar una aventura amorosa, que no saben distinguir si es auténtica pasión o es sólo una forma de añadir condimento a sus aburridas vidas... En algún momento de Little Children, Sarah se compara con el chico que es protagonista del programa televisivo Blue' Clues, pues ella misma siente que toda su vida parece haber transcurrido en el irreal decorado de un programa infantil... Que todos seamos como niños pequeños, sin embargo, no nos disculpa de las consecuencias de nuestras acciones, no nos da la opción de fingir que todo ha sido un juego y podemos irnos a dormir porque alguien más arreglará el desorden que han provocado nuestros juguetes...

Escuchando por la mañana el zumbido de algún aparato eléctrico

Cada vez que la escucho, me gusta más la voz de Leonor Watling. De conocerla casi inerte, retratada por la cámara de Pedro Almodóvar en Hable con ella, he aprendido a disfrutar ese coctel musical compuesto de pop pegajoso, jazz dolido y música para cabaret que es su grupo Marlango. Un amigo dice que la voz de Leonor es la versión femenina de Tom Waits. Creo que tiene y no tiene razón. Es una voz suave, pero no tersa; es una voz de terciopelo, pero no acaricia; es una voz con la textura del papel de estrasa arrugado, pero que ha envuelto un tesoro invaluable que se le va a regalar al objeto del propio afecto. El segundo disco de Marlango, The Electrical Morning, es familiar como el zumbido que haría un aparato eléctrico desconocido que alguien puso a funcionar en la habitación de junto, cuando uno todavía está dormitando un sábado por la mañana. Pero, a la vez, The Electrical Morning, es una obra extraña, que provoca la misma sensación de extrañeza cuando escuchamos que la mañana eléctrica para la polilla fue esa en la que se encontró de frente con la muerte, quemada con la luz y el calor de la bombilla eléctrica que tan afanosamente perseguía. Bien dicen que es mejor nunca obtener lo que se quiere, que los sonidos eléctricos de la mañana son un recordatorio de que el viaje aún no ha concluido y todavía queda mucho por hacer...

Escuchando una ópera trágica con final feliz

Mejor conocido por sus colaboraciones con Emir Kusturica, Goran Bregovic es un músico con una personalidad arrolladora, capaz de crear universos propios en torno a esa ficción cálida que es el alma eslava. Su último disco es su propia versión de la ópera de Bizet, Carmen, pero con un final feliz. ¿Por qué no hacer de cuenta que la historia la inventó uno mismo y que, por tanto, se puede relatar de manera diferente cada vez que se encuentren oídos dispuestos a escuchar? ¿Por qué no corregirle un poco la plana a Bizet, y darle a esta chica apasionada la oportunidad de ser feliz con su torero? Eso es lo que ha hecho Bregovic. Aunque para mí, su obra maestra fue la música de Tiempo de gitanos, obra de la cual abreva directamente (para bien y para mal) esta Karmen with Happy Ending...