domingo, 26 de octubre de 2008

Viendo "Persépolis"

La imaginación es una poderosa estrategia de sobrevivencia. Escribimos novelas, componemos canciones y filmamos películas, porque las creaciones que son producto de la imaginación nos dan la oportunidad de mostrar que las cosas pueden ser de otro modo. Como le ocurría a Scherezada en Las mil y una noches, esperamos que los cuentos que contamos nos permitan sobrevivir un día más. Si la realidad es gris y opresiva, la imaginación se convierte en tabla de salvación, en el último reducto de libertad que permanece a salvo del ominoso mundo exterior. No en vano el movimiento estudiantil francés de 1968 convirtió el reclamo de la imaginación al poder en su caballo de batalla. No es casual, tampoco, que la artista gráfica de origen iraní Marjane Satrapi haya decidido tomar revancha del pasado –integrado por episodios de violencia, discriminación y migración forzada– a través de Persépolis, la novela gráfica convertida posteriormente en película por ella misma, en codirección con Vincent Paronnaud. De cierta manera, lo que hace Marjane es reconstruir los colores y las texturas emocionales que ella asocia con su infancia y juventud –el olor a jazmín de la abuela, el juego del escondite en las calles de Teherán, los abrazos del tío idealista que se convierte en héroe personal–, para oponerlos a la grisura que para ella significó la sucesión de gobiernos teorcráticos en Irán a partir de la década de 1970.

Persépolis despliega en clave cinematográfica la riqueza del lenguaje de la novela gráfica –el noveno arte– y relata la experiencia de sentirse extranjero en el propio país al colocarse a las mujeres en una posición de inferioridad. Persépolis, además, traza la melancolía y desesperación que surge en quienes se ven obligados a abandonar sus territorios de origen y son forzados a adaptarse a estilos de vida que les son ajenos. Como consecuencia de la revolución de 1978, la república islámica se impuso en Irán, restringiéndose las libertades, convirtiéndose los pecados en delitos y obligándose a todas las mujeres a portar el velo. Por esta razón, los padres de Marjane decidieron enviarla a estudiar a Francia. En Teherán, Marjane fue la niña occidentalizada rebelde, mientras que en París, era la terrorista iraní. Si la incomunicación y la discriminación definieron la primera juventud de Marjane, ella opone la vitalidad de su sentido del humor y la ironía de su mirada para intentar hacernos sentir lo que significa ser extranjero en el propio país e intruso en el mundo exterior.

Desde mi punto de vista, Persépolis ha sido la mejor película estrenada en la cartelera comercial durante 2008. Cine de dibujos animados para niños y adultos, Persépolis es una obra demoledora en la forma de relatar la injusticia y miseria que generan la intolerancia y el fanatismo; pero también es un relato pleno de esperanza en relación con la capacidad de los seres humanos para soñar a colores una realidad que las más de las veces es gris y monocromática.

lunes, 13 de octubre de 2008

Leyendo “Los inconsolables”, de Kazuo Ishiguro

Quienes han tenido la oportunidad de vivir en una isla por una larga temporada, afirman que lo más difícil de regresar a territorio continental es recordar que uno no puede simplemente echarse a caminar en cualquier dirección para encontrar el mar. Las islas nos devuelven la sensación de flotar a la deriva, de ser sobrevivientes de un naufragio, de sabernos aislados de los demás pero sujetado por rígidos códigos de conducta que hacen posible la vida en ese pequeño espacio geográfico. En las islas, uno puede entender que el ser humano es, además de un animal poscoital triste, un organismo cuyos apéndices se extienden en todas direcciones tratando de buscar el consuelo que nunca llegara. Renunciar a la tristeza que sigue a la consumación del acto sexual es, como abdicar de nuestra condición de seres inconsolables, un acto imposible. Y la vida se nos va en querer hacer cosas imposibles. Somos tristes, inconsolables, creadores de islas de civilización en las que hemos reunido a los náufragos que más amamos y las pertenencias que recuerdan que alguna vez tuvimos hogar y padres en cuyos brazos la promesa del consuelo era creíble.

Ishiguria, el pedazo de tierra que se deshace en neblina bajo los pies de sus personajes, es la isla que el escritor Kazuo Ishiguro ha creado para que la habiten sus ficciones. Las placas tectónicas cuyo choque ha producido las montañas de Ishiguaria son parte de dos territorios culturales incomunicados, Japón e Inglaterra, pero profundamente vinculados por la renuncia a la integración con la tierra firme y por nociones monolíticas del honor y la comunidad que obligan a sus habitantes a reprimir sus ganas de llorar porque eso consume demasiada energía. Los inconsolables es, quizá, el intento más lúcido por trazar un mapa de Ishiguria y por componer el himno musical que mejor refleje la forma en que las ficciones de Kazuo Ishiguro materializan los deseos de sus personajes al tiempo que van evaporando la realidad. De tal forma que, al final de Los inconsolables, uno no sabe si sentirse devastado por la imaginaria realidad del paisaje después de la batalla o la realidad imaginaria de los cuerpos de los sobrevivientes que deambulan confundidos, buscando una taza de té para reconfortarse.

Los inconsolables trata de la imposibilidad de la redención, de la permanente posibilidad del desconsuelo. A un país sin nombre situado en el corazón de Europa, arriba Ryder, un afamado pianista cuya presencia supone la posibilidad de redención para la ciudad que por razones oscuras y trágicas se desvió del destino de grandeza y esplendor que la historia le reservaba. Los habitantes de este país sin nombre –que podría ser Ishigura o alguno de sus consulados– esperan lo imposible de la música que sabe producir este hombre virtuoso: que produzca la reconciliación donde nunca hubo una guerra explícita, que cure las heridas que ya cicatrizaron, que anuncie la inminencia del amanecer cuando éste acaba de ocurrir. Ryder se sabe ajeno a esta comunidad que aparenta la autosuficiencia, la sensatez y el refinamiento extremos. No obstante, en él empezarán a surgir recuerdos que lo hacen dudar de que su historia personal no sea una versión microscópica de la historia del país de la desolación que espera ser redimido. Ryder quiere liberarse del peso de las expectativas que estas buenas personas han colocado sobre su espalda, o mejor dicho, sobre ese par de manos que saben arrancar belleza instantánea del piano o cualquier objeto que puedan acariciar. Y es que los inconsolables admiradores del pianista no saben que nadie mejor que Ryder conoce lo difícil que es consolarse uno mismo cuando los demás te observan como un hombro para llorar, como papel pautado al que se le escribe una y otra vez la misma canción desafinada. Al ingresar al país de la desolación, sólo de manera transitoria, mientras ocurre su gran presentación en Helsinki, Ryder acaba aquejado por la misma enfermedad de los nativos: la incapacidad para distinguir entre la irrealidad de los deseos y el muro de concreto que significan las consecuencias no planeadas de las acciones que tienen el propósito de materializar dichos deseos. Uno siempre puede extraviarse en el laberinto que definen los propios deseos, uno siempre puede tomar el tranvía equivocado cuando se camina por la calle con los ojos vendados.

En el país de la desolación –Ishiguria, Inglaterra o Japón–, Ryder se enfrentará con las versiones pasada y futura de su propia vocación musical: el rechazo de unos padres exquisitos que no pueden lidiar con la ineptitud del hijo y el destino de soledad y necedad encarnado en un director de orquesta a quien nadie había notado que le faltaba una pierna. ¿No es motivo suficiente para sentirse inconsolable el percatarse de que uno mismo es la versión mediocre, detenida en el tiempo, de las posibles fortuna y tragedia que nos acechan a cada paso? Por eso, Kazuo Ishiguro tiene mucha razón al sugerir que el concierto para el que probablemente estemos preparándonos desde el día en que nacimos puede no ocurrir o suceder en un auditorio vacío. Y uno siempre tendrá que lidiar con su desconsuelo, que arrastrar en la memoria una multiplicidad de coitos que no se prolongaron hasta la eternidad.

martes, 9 de septiembre de 2008

Yo mismo en la vida irreal o, lo que es igual, "Dan en la vida real"

No me gusta mucho que me tomen fotografías, y decirlo en voz alta es una forma de ser calificado de inmediato como un bicho raro. Si la memoria es frágil y el tiempo lo carcome todo, ¿por qué negarse a contribuir a la permanencia de la imagen? ¿Por qué evitar que uno se perpetúe en el tiempo junto con los amigos, alrededor de una mesa generosamente servida en comida y vino? Siempre, mi cara aparece en las fotografía haciendo la expresión que no quería; nunca encuentro el lugar indicado donde poner las manos; parece que la ansiedad por la inminencia del “clic” en la cámara fotográfica me hace cerrar los ojos. Y así aparezco siempre en las fotos: con una expresión incómoda cuando los demás congelan perfectamente una sonrisa en el rostro; con una mano moviéndose en el aire hacia fuera del campo visual, quizá negándose a aparecer en el retrato; con la apariencia del sonámbulo que, con los ojos cerrados, llegó a la reunión donde estaban sus amigos y ellos, por pudor, no quisieron despertarlo. Mi rostro y mi cuerpo en las fotos siempre me recuerdan lo fácil que es sentirse fuera de lugar en sitios conocidos; lo sencillo que es volverse extranjero en el propio país; lo difícil que es reconocerse uno mismo en su propio contexto si se detiene por un momento la relación rutinaria que se tienen con las cosas. Porque, aparte de mí, parece que nadie más se siente incómodo con las fotos.

Aunque no nos parecemos en nada, siempre que veo una película con Steve Carell me acuerdo de mí mismo en los retratos: no se sabe si es un mimo triste forzado a subir al escenario para contar un chiste que a él mismo no le parece gracioso; podría ser que estuviera a punto de reírse como una reacción histérica frente al caos de una vida común y corriente que se desborda simplemente porque la tostadora de pan no funcionó el día de hoy; también recuerda la expresión de aquellos a quienes se les ha anunciado la muerte de alguien y se instalan en el limbo hasta nuevo aviso. El de Steve Carell es un rostro incómodo; él posee la expresión perfectamente estudiada del hombre que nunca estuvo allí; él es dueño del gesto congelado de perplejidad que corresponde al actor que no sabe en qué película lo colocará el estudio, si en una en la que interpretará a un experto en la obra de Proust u otra en donde tendrá que besar a Juliette Binoche en la locación de un boliche.

Viendo Dan en la vida real –de donde se deriva la secuencia del beso en el boliche– pensaba sobre la pertinencia de congelar las expectativas, deshacer los planes, tirar el botiquín de primeros auxilios por la borda. Y es que, finalmente, nada de eso se requiere en los momentos de coyuntura, cuando Dan –o cualquiera de nosotros– se reencuentra con su vida real. En esta peli, Steve Carell tiene buenos motivos para conservar su rostro pasmado y poner a funcionar su cuerpo con torpeza, tropezándose con todo, perdiendo la oportunidad de atrapar el balón que le lanzan personas normales que no son como él. Con el celibato forzado que le acarrea la viudez, tres hijas malcriadas a cuestas y una familia que no sabe mantener secretos, el Dan de Steve Carell tendrá que aceptar que quizá nunca se deshaga de esa sensación de estar fuera de lugar en un mundo donde todos parecen estar cómodos consigo mismos y con el contexto. Pero también aprenderá –acompañado por las canciones de Sondre Lerche– que no es lo mismo sentirse de manera permanente un visitante que llega al planeta desde el espacio exterior, que vivir solo y aislado de los buenos terrícolas. Para Dan y para mí será difícil deshacernos de la idea de que en el mundo ocurre todos los días un banquete con música y vino al que no fuimos invitados pero, quizá, también podamos entretenernos ideando alguna forma de colarnos a la fiesta y acabar bailando con la persona que queremos creer es la compañía ideal para esa velada. Ni un día más, pero tampoco ni un día menos.

lunes, 4 de agosto de 2008

Leyendo sobre los usos y abusos en la construcción de la memoria sobre el mal

Cuando vi por primera vez La vida es bella, la película de Roberto Benigni, salí del cine profundamente conmovido, con un par de lágrimas tímidamente asomándose por mis ojos. Como tres de los cuatro amigos que asistimos a aquella función usamos anteojos, pudimos disimular la conmoción, todos nos hicimos un poco los desentendidos y empezamos a mirar hacia otro lado, evitando el tema, mientras la discusión se dirigía hacia otras cuestiones, como en dónde sería la cena o si había algún ensayo pendiente para la clase de ética del día siguiente. No obstante, a la hora del obligado café después del cinito, parece que alguien rompió el dique de nuestro pudor, y todos nos deshicimos en elogios sobre la película de Benigni. Y es que cuando uno es un poco ingenuo y muy ignorante de la historia, es muy fácil aceptar, así, sin más, que la vida es bella. Un amigo dijo que La vida es bella era una fábula universal, porque el carácter judío de los personajes se suavizaba, y al contrario, se ofrecía una lección de sobrevivencia a cualquiera que hubiera vivido la discriminación en carne propia y por cualquier otro motivo diferente del origen étnico. Otro camarada señaló que el sentido del humor que el personaje de Benigni mantuvo hasta el final de la película –caminando incluso como payaso en dirección de la muerte– era prueba de que la mejor forma de sobrevivir era aferrarse a la risa y desafiar la solemnidad de los tiranos. Uno más de estos ingenuos y cinéfilos personajes señaló que la historia de amor entre Guido y su esposa era, de cierta forma, la prueba de que el amor es posible incluso en el infierno. Y yo, pues no pude más que reconocer que todo el tiempo tuve en la cabeza a mi padre, pensando que él hubiera sido capaz –de hecho, ya lo ha sido– de mantener la cabeza erguida y el ánimo intacto para hacerme pensar que la vida puede ser bella, aunque realmente no lo sea. En fin, que en aquella ocasión, todos confesamos, sin pudor, que la conmoción había sido provocada no por el fragmento de historia que narraba La vida es bella, sino por el tono de esperanza y redención que hacía evocar aquellas cosas cálidas y personas entrañables que más queríamos en el presente. Sin embargo, todos caímos en el error de confundir esta fábula de redención y esperanza con un fragmento de historia que difícilmente evoca la idea de que la vida es bella.

Y es que, cuando se es ingenuo e ignorante, uno usa y abusa de la historia, de las formas en que la memoria se construye y de las maneras en que utilizamos dicha memoria para confortarnos en el presente. De eso trata Selling the Holocaust. From Auschwitz to Schindler: How History is Bought, Packaged, and Sold, del historiador Tim Cole. Particularmente, el libro se ocupa de la forma en que se ha construido lo que Cole ha dado en llamar el mito de Auschwitz, el negocio de la Shoah. Paradójicamente, mucho dinero y esfuerzos historiográficos se han dedicado a restaurar la memoria del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y todavía este episodio permanece como uno de los menos conocidos.

El mito de Auschwitz se integra, desde el punto de vista de Cole, por personajes y destinos geográficos precisos. Selling the Holocaust desmenuza la historia de cómo Anna Frank, Adolf Eichmann y Oskar Schindler se volvieron figuras emblemáticas del Holocausto. En el caso de Frank, su padre y los operadores del museo que lleva su nombre en Holanda eligieron borrar del diario aquellos pasajes que contradecían las líneas finales según las cuales ella aún creía que las personas son bondadosas en el fondo de sus corazones. En relación con Eichmann, Cole señala que su juicio en Jerusalén en el año de 1961 representa una renovación del interés del Estado israelí por apropiarse y monopolizar la narración sobre el Holocausto, pues habría sido sobre los judíos y no sobre otro pueblo que burócratas asesinos como el propio Eichmann descargaron una furia antisemita que ha sido permanente en la historia de la humanidad. No obstante, el pudor de los fabricantes del mito del Holocausto se anula cuando Auschwitz y Hollywood se encontraron a la hora de recrear la historia de Oskar Schindler, el alemán capitalista que habría encontrado la redención al comprar las vidas de los judíos que trabajan para él y salvarlos, pues –como Steven Spielberg se encargó de dejar bien claro– quien salva a un judío también salva al mundo entero. Cole no puede reprimir su mirada irónica e incluso cínica sobre el mito del Holocausto, al señalar que el principal problema con La lista de Schindler no es todo el derroche de recursos empleado para recrear las cámaras de gas –lo que ningún otro cineasta se había atrevido a hacer–, el tono documental o el blanco y negro de la fotografía, que nos quieren hacer creer que no estamos viendo una película, sino atestiguando la historia misma; no, el problema es más grave: Spielberg concluye su relato con el encuentro entre los judíos reales salvados por Schindler y los actores que los personificaron en la película, para rendir un tributo al empresario alemán, como si fuera posible la redención, la felicidad, el perdón, erradicar las cicatrices del cuerpo herido y la conciencia degradada, tras haber salido con vida de los campos de concentración.

Cole señala que el mito del Holocausto también se integra por geografías precisas. En primer lugar, por Auschwitz, el poblado polaco cuyo nombre se ha convertido en sinónimo del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Auschwitz no es más un lugar en el que coexistieron, por lo menos, tres campos de internamiento para judíos y otros grupos estigmatizados con el prejuicio y la discriminación por el nazismo; ahora, Auschwitz es el lugar donde Spielberg rodó su película, donde millones de turistas al año van a depositar sus lágrimas sin comprender ni un ápice de lo que allí ocurrió, donde se han reconstruido escenarios que no existieron realmente en ese espacio geográfico, porque de este modo el turista podría tener una idea general de lo que el Holocausto fue al precio de un solo boleto. Algo similar ocurre con Yad Vashem y el Museo Conmemorativo Estadounidense del Holocausto, los sitios en los que Israel y Estados Unidos respectivamente cuentan su versión de la historia. En Yad Vashem, Cole encuentra una narración en la que el elemento central está dado por el heroísmo y por la idea de que lo mejor que le pudo pasar al pueblo judío fue haber fundado Israel y afirmar su independencia respecto de otras comunidades –como Palestina– que amenacen con reeditar la violencia que ellos conocieron en los campos de concentración. Por su parte, en el museo conmemorativo de Washington, Cole describe la versión americanizada del Holocausto: una en la cual la tragedia totalitaria les ocurrió a quienes se apartaron de los valores liberales y democráticos que han definido el carácter libertario de la nación estadounidense. Mientras que Yad Vashem establece una narración en la que los judíos de hoy son los herederos directos de los héroes del pasado que resistieron la ocupación nazi sin doblegarse, Washington relata la supremacía moral de una nación –Estados Unidos– que fue capaz de detener el mal encarnado por Hitler.

No conozco Yad Vashem ni el museo del Holocausto en Washington, pero después de leer Selling the Holocaust, es posible que cuando por fin visite estos lugares lo haga sin la condescendencia ni la ingenuidad con la que vi por primera vez La vida es bella hace ya diez años. Y es que, como señala Tim Cole, el problema no es que restauremos la memoria que se refiere a la destrucción de los judíos y otros grupos culturales por el nazismo, sino que seamos ciegos frente al hecho de que los museos y las películas no son de ningún modo la historia. El peligro radica, precisamente, en que el fetiche se confunda con el cuerpo real de quienes fueron convertidos en cenizas por esta forma de mal radical echado a andar por seres humanos banales y políticamente irresponsables.

sábado, 10 de mayo de 2008

Leyendo “Acerca de la dificultad de vivir juntos. La prioridad de la política sobre la historia”, de Manuel Cruz

Cuando conocí al filósofo español Manuel Cruz, en un seminario en la Universidad hacia el año 2003, lo que más me sorprendió de él fue su decidida crítica hacia la sacralización de la memoria y la historia en detrimento de la política y la responsabilidad. El me contó, por ejemplo, que lo que más le gustaba de la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina, era la forma en que él daba más importancia a la pregunta por una acción atípica en el pasado que a las posibles respuestas que ofreciera hacia el final de su narración. Porque es importante contar con respuestas del pasado, pero más lo es preservar un sentido de interrogación permanente que nos vacune contra el riesgo de sacralizar ese mismo pasado. A contracorriente de la mayoría de quienes exploran episodios históricos como Auschwitz, Manuel Cruz tiene en mente el objetivo de hacer política, de ser responsable con el presente a través de la reconstrucción del pasado. Para él, el pasado no tiene un valor intrínseco; sólo vale la pena vincular a la política con la historia, si de esta relación se genera una idea de justicia para el futuro, incluyente y capaz de respetar la propia pluralidad del relator histórico y de las sociedades contemporáneas. Afirmar esto, sin duda, es herético en un medio intelectual que sacraliza al pasado y condena al dolor al dominio de lo inefable y lo místico. Me explico: cuando las sociedades con un pasado compartido de autoritarismo y violencia –como muchas de las latinoamericanas– se enfrentan con sus propias transiciones hacia la democracia, siempre surge el dilema sobre qué hacer con ese pasado. ¿Se debe dar vuelta a la página para lograr la estabilidad de la sociedad o es necesario dar voz a todos los afectados por la violencia para saldar cuentas con el pasado? Sin duda, hacer memoria se vincula con el deber de hacer compañía, pero también con la obligación de hacer justicia. Sin embargo, no existe una sola versión del pasado ni una sola versión de la justicia a la que aspiramos como sociedad a través de ese proceso de reconstrucción de lo vivido y que significa una herida compartida. Hay quienes señalan que frente a la violencia del pasado, lo mejor es callar para respetar el dolor de las víctimas; otros creen que se debe exponer la intimidad lastimada por todos los medios posibles con el fin de mostrar la maldad inherente a la condición humana; algunos más usan a la reconstrucción de una identidad nacional producto de la experimentación del dolor en el pasado para legitimar posiciones políticas del presente, En todo caso, como señala Manuel Cruz en Acerca de la dificultad de vivir juntos, estos usos de la historia tienen el propósito de devaluar al presente para ensalzar el pasado. Y este es un lujo que no podemos permitirnos. Planear el futuro sin la reconstrucción del pasado es una insensatez, pero reconstruir el pasado sin una idea de la sociedad futura que queremos ser se convierte en un acto extremo de irresponsabilidad política. Por eso es que Manuel Cruz señala que la política tiene primacía sobre la historia: porque el pasado se reconstruye en el presente, en un espacio público plural, y a través de una diálogo permanente con quienes tienen versiones antitéticas a la propia que se refiere al pasado. No es sencillo hacer historia de manera políticamente responsable, pero en el intento se juega nuestra posibilidad de saldar cuentas con el pasado con la mediación de la justicia y no de la venganza o el olvido.

Leyendo “Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio”, de Samantha Powers

Cuando Hannah Arendt concluyó, en 1951, su investigación sobre la forma en que fue posible el surgimiento del totalitarismo en el corazón de Europa, es decir, su texto, Los orígenes del totalitarismo, ella señaló que para la teoría política –en adelante– el problema fundamental debería constituirlo el estudio del mal. Por supuesto, Arendt no se refería al mal abstracto ni al metafísico que la religión católica identifica con el diablo y la tentación al mal que él hace anidar en el corazón humano. Tampoco a la pulsión de muerte a la que se refiere el psicoanálisis. Mucho menos a la existencia de una naturaleza humana esencialmente pervertida, que volvería ingenuo cualquier intento de educar moralmente a los individuos. Arendt se refería a una actualización de aquello que Immanuel Kant describió como el mal radical, es decir, la tentación de observarse uno mismo como la excepción a la regla de comportamiento moral que consideramos se podría universalizar. Por supuesto, el mal radical tiene una dimensión moral, como cuando la regla violentada se refiere al acto de mentir o al hecho de traicionar un vínculo afectivo. Pero la historia del siglo XX –al que la politóloga estadounidense Samantha Powers califica como la era del genocidio– nos ha enfrentado como el mal radical en su vertiente política, esto es, con aquellas formas de daño que ocurren sobre personas concretas con historias de vida personalísimas, pero que están vinculadas con un ejercicio totalitario del poder político y que apuntan no sólo a la destrucción de los individuos sino a la erradicación de su memoria y su cultura como miembros de colectivos étnica o culturalmente definidos. Es a esa forma de mal radical a la que Arendt se refería, y particularmente a su concreción en el genocidio. No obstante la magnitud de sus consecuencias –desde Auschwitz hasta Kosovo– de lo que trata Problema infernal es de la tibia respuesta, o más bien de la inacción de la comunidad internacional encabezada por Estados Unidos, al problema del genocidio. Y no es que Powers crea en la superioridad moral de su país, pero si considera que si alguna nación posee los recursos bélicos y la capacidad de presionar económicamente a la comunidad internacional, esa es Estados Unidos. No involucrarse en la detención de la escalada de violencia es, de alguna manera, convertirse en cómplice del genocidio. La constante en episodios como las matanzas por motivos étnicos o ideológicos que se perpetraron en Armenia, Camboya, Irak, Bosnia, Ruanda y Kosovo es que la comunidad internacional se ha resistido –aun teniendo evidencia plena de la violencia que allí estaba teniendo lugar– a creer que se podían lograr cuotas de violencia más altas que las que se habían conocido con el totalitarismo alemán. En su momento, nadie creyó que los armenios fueran masacrados por los turcos; que el Khmer Rouge estuviera asesinando a todos los campesinos que usaban anteojos por rendirse a esa comodidad burguesa; que Hussein gaseara a los kurdos de su propio pueblo; que la radio estatal de Ruanda diera una lista de ciudadanos tutsis a los que era obligación descuartizar junto a sus familias; que en los Balcanes se masificara la violación como arma de guerra. Después de analizar detalladamente las atrocidades que generó el genocidio en sus expresiones a lo largo del siglo XX, Powers concluye en dos sentidos. Primero, que la comunidad internacional debe ampliar su sentido de la imaginación política para prever el tipo de mal que pueden generar los regímenes genocidas, así como su capacidad de respuesta bélica, y no sólo a través de la ayuda humanitaria. Segundo, que necesitamos una reestructuración de las estructuras del derecho internacional que el 11 de septiembre y la paranoia bélica estadounidense consecuente tanto fracturaron, para contar con tribunales internacionales que castiguen al genocidio y disuadan, con el ejemplo, a los potenciales agresores de los individuos en el futuro.

lunes, 21 de abril de 2008

Viendo "I'm not there", de Todd Haynes

Apenas empieza la película "I'm not there", dirigida por ese autor que cada vez se vuelve más interesante y que responde al nombre de Todd Haynes, nos damos cuenta de que el protagonista, Bob Dylan, efectivamente no se encuentra allí. O que sí está, pero no con esa mirada trasnochada y el cuerpo largirucho de siempre; sino que aqui aparece transmutado en varios cuerpos: en el poeta que se hace llamar Rimbaud y rinde declaración por sus osadías, en el astro de cine que tiene problemas para serle fiel a su esposa, en el niño que tiene que acostumbrarse a cantar las canciones de su tiempo y no de otras épocas que no le tocaron vivir, en el vaquero que defiende un pueblo del asalto de los forajidos, en el ídolo folk que siempre está fuera de lugar, en Cate Blanchett revolcándose en el pasto con una banda de Liverpool. Porque la poesía permite esas transmutaciones; porque la poesía, cuando va acompañada de música, se convierte en una canción que resulta más útil para vivir que todos los cursos de superación personal y las píldoras para suprimir la depresión. Pero tampoco hay que olvidar que Dylan sentenció alguna vez que un poema es como una persona desnuda, como una entidad que camina por sí misma: vulnerable, arrogante, frágil, condenada a vivir en un siglo del que quizá no forma parte. En una de las secuencias más hilarantes de la película, rodada en un elegante blanco y negro que acentúa los ojos y los pómulos de Cate Blanchett hasta hacerlos confundirse con el rostro de Dylan, el poeta trovador será atacado por uno de sus enfurecidos admiradores. "¡Tú nos pediste que abriéramos los ojos y nos mostraste lo terrible que son las cosas!": ese es el reclamo del colérico fan. Y es que Dylan si es culpable de todo eso, ý también de revelarnos cosas que ya sabíamos pero no queríamos aceptar: que el dinero no habla y sólo dice groserías, que la fama es la posibilidad de bromear con Allen Ginsberg por la carretera, que uno tiende a olvidar muy fácil la primera vez que nos aceptó un cigarrillo la chica de la que nos enamoramos sin remedio. Por todo eso, Dylan es culpable: merece ser exprimido, machacado hasta desaparecer, decantada su esencia para envasarse en frasquitos que contengan amuletos contra el desamor. Dylan puede ser descompuesto en muchos Dylans, de hecho, en tantos como escuchas hay de sus canciones. De eso trata "I'm not there", una gran película, una gran broma, una forma poco ortodoxa de rendir tributo a quien ha descrito mejor que nadie el desamparo en el que vivimos de manera permanente cuando no tenemos amor, y también cuando lo tenemos...

miércoles, 16 de abril de 2008

Leyendo la historia de una pianista que se ha confundido con su propio instrumento musical

Erika Kohut, la sobria y reprimida profesora de piano que Elfriede Jellinek convirtió en el objeto alrededor del cual se construye la narracción de su novela La pianista, es como un barco encallado a quien toda la corriente humana elude. Por su parte, Walter Klemmer, el chico cuyas ideas livianas y pasos decididos le forjan una personalidad autosuficiente, es como un mecanismo de relojería que quiere servir para algún propósito útil, pero que desprecia la utilidad por las bondades del arte. Erika da clases de piano a Walter. Ambos comparten un ambiente de sofisticación intelectual y devoción por Schubert, y también el deseo de ganarse un lugar entre sus mejores intérpretes. Pero, a pesar de que Walter conoce mejor a su corta edad el territorio de la pasión que Erika, ella guarda una caja llena de instrumentos de tortura que el joven ni siquiera se imaginaba que existían. Menos, que esos instrumentos pudieran usarse para maltratar el cuerpo de la mujer que se ama, que se desea. El joven Klemmer le dará a Erika una lección definitiva sobre qué sucede cuándo se trata de disfrazar la idea de que el amor es sólo predación de la fiera sobre un incauto herbívoro: entonces, la destrucción se vuelve real y no sólo metafórica; entonces, el sadismo deja de ser una práctica para condimentar la vida sexual y se descubre como la esencia del vínculo que hace a dos personas estar juntas. La tortura, aun cuando es obligada por el torturado, no deja igual a quien la ejerce. Erika Kohut, la profesora de piano a la que la entomóloga/escritora Elfriede Jellinek observa como si fuera su insecto/personaje, también es descrita como un nido de avispas a punto de atacar, como una bolsa de aire metida en el interior de un vestido nuevo confeccionado de alas de mariposas muertas, como una tetera a punto de estallar. Erika es un objeto. En su inocencia pueril, Erika anhela ser tratada como un objeto, para, a partir de esa negación de esa humanidad, iniciar el ascenso hacia la construcción de una subjetividad que pueda ser amada y respetada, querida y odiada, objeto de veneración, de burla y, finalmente, de reconciliación. Pero Erika fracasa, a pesar de que su llamado al sadismo tiene éxito en el joven Klemmer. De todo eso -de cómo uno se puede convertir en una metáfora de sus propias intenciones- trata la perturbadora y lúdica novela de Jellinek, La pianista...

domingo, 6 de abril de 2008

Viendo "Cassandra´s Dream", de Woody Allen

“A veces la vida parece tener vida propia”: eso es lo que dice, con resignación y horror a partes iguales, el padre de los dos hermanos cuya historia de encuentros y desencuentros con la fortuna, de culpa e imposible redención, narra Woody Allen en Cassandra’s Dream. Una frase aguda y profética, como las que decimos en momentos de lucidez, precisamente, cuando estamos demasiado distraídos por el vértigo del cálculo que enlaza a nuestras decisiones con sus posibles resultados, como para tomar en serio esas intuiciones que parecen inexplicables en términos racionales. En la mitología griega, Casandra fue bendecida por Zeus con el don de la profecía, pero también fue maldecida porque el padre de los dioses la condenó a que nadie creyera en lo que su lengua intentaba comunicar de manera desesperada. A veces, uno tiene los ojos cerrados y la boca abierta; en otras ocasiones, los ojos permanecen alertas, pero no hay forma de comunicar lo que nos parece evidente. “Siempre tienes la capacidad de decidir, incluso cuando ya no puede decidir”: esa es la tragedia de los hermanos que eligen transgredir la norma que prohíbe el asesinato y tientan a la fortuna, en un último intento desesperado por poner a la suerte de su lado. Maquiavelo decía que la fortuna es tan cambiante como la voluntad femenina. Woody Allen replicaría: la fortuna es veleidosa, porque siempre está presente en los seres humanos –no sólo en las mujeres– la tentación de creer que el golpe que se está a punto de dar será el definitivo, el que pondrá al destino de nuestro lado, para después retirarnos a disfrutas las bendiciones de la vida. Pero, como le sucedía a Casandra, es difícil escuchar cuando no se quiere pensar en que la suerte puede estar del lado de nuestro oponente…

domingo, 30 de marzo de 2008

Escuchando la nostalgia por la música que acompaña a una noche de juerga que empezó en la década de 1980

Siempre, un nuevo disco de Moby resulta un acontecimiento para mí. El descubrimiento de Play, hace algunos años y gracias a Arizbet, supuso el inicio de una historia de amor entre mis oídos y el músico calvo que es biznieto del autor de Moby Dick. Si bien, 18 y Hotel fueron desconcertantes al principio y sólo se insertaron en mi cabeza con el tiempo de escucharlos una y otra vez, de pronto he vuelto a sentir el flechazo de cupido al escuchar Last Night, el nuevo disco de Moby. Aunque Last Night no tiene la consistencia de Play –una obra a la que no le sobra ni le falta una canción– y también es cierto que Moby no ha vuelto a los sonidos punk que tan bien le hicieron al inicio de su carrera, hay algo lúdico y melancólico en esta nueva obra. La noche de anoche –o la última noche– a la que Moby se refiere es a la que para él empezó cuando descubrió la vida nocturna neoyorkina, a principios de la década de 1980. Al principio, sólo era salir a los clubes de moda por la noche, con amigos, para perder un poco el tiempo. Escoger los lugares para bailar y mover los pies al ritmo de las canciones que sólo eran apetecibles para unos pocos iniciados, llevó a Moby a pensar en aquellos sonidos que le gustaría acompañasen sus escapadas nocturnas. Pensar en la música para poner de fondo en sus correrías nocturnas, llevo a Richard Melville Hall III a hacer la música que lo convirtió en Moby. Vista de manera retrospectiva, la noche neoyorkina es motivo de celebración: se trata de un espacio para tener sexo en plena calle y durante la madrugada, para conocer a una fauna que de día se halla oculta en su depresión o sus viajes químicos, para enamorarse y romper el hechizo con la llegada del día siguiente. Vista de manera retrospectiva, la noche neoyorkina que Moby trata de evocar en Last Night también es motivo de melancolía: hoy se ha ido, no sólo por la tolerancia cero de Giulianni, sino también porque la noche de Moby ha sido secuestrada por otros chicos –como lo era él mismo a principios de los ochentas– que quieren imponer sus propias reglas. La noche neoyorkina cambiará, no obstante, para que todo siga igual…

lunes, 24 de marzo de 2008

Leyendo sobre el pequeño mundo del rey con gorro de bufón

Aaron, el hijo de tres años del matrimonio integrado por Todd y Kathy, usa permanentemente un gorro con tres puntas coronadas por cascabeles, como los que las películas de Disney nos han hecho creer que usaban los bufones medievales. El matrimonio Adamson ha decidido que, mientras Todd consigue su licencia para ejercer como abogado, Kathy se hará cargo de la economía familiar con su trabajo de documentalista. Por su parte, Lucy, la pequeña hija de Sarah y Richard, rompe en una rabieta cada vez que comprueba que su madre no es tan eficiente como las madres de los otros chicos con quienes comparte el patio de juegos o la piscina. Aaron y Lucy, por supuesto, son niños pequeños y están autorizados a comportarse como tales. Pero, ¿qué pasa cuando se observan las rutinas de los adultos si dejamos de pensar en ellos como seres que han crecido y aprendido a encontrarle el rumbo a sus vidas? De eso, precisamente, trata Little Children, la irónica, demoledora, aguda, hermosa, obscena, venenosa y satírica novela de Tom Perrotta. Sarah se descubre pensando en voz alta la simpatía que ahora siente por Madame Bovary, siendo que en su juventud la detestaba y tildaba a Flaubert de misógino por describir tan minuciosamente la caída moral del personaje de su novela. Ahora Sarah sabe que no siempre es fácil realizar la elección adecuada, como los niños que desean obtener el reconocimiento del padre pero desconocen la vía para lograrlo. Todd se horroriza al darse cuenta de que la única canción que puede tararear ahora es la de un programa de caricaturas, tan bobo como el bobo Barney. Todd y Sarah coincidirán en el patio de juegos al que llevan a sus hijos, para iniciar una aventura amorosa, que no saben distinguir si es auténtica pasión o es sólo una forma de añadir condimento a sus aburridas vidas... En algún momento de Little Children, Sarah se compara con el chico que es protagonista del programa televisivo Blue' Clues, pues ella misma siente que toda su vida parece haber transcurrido en el irreal decorado de un programa infantil... Que todos seamos como niños pequeños, sin embargo, no nos disculpa de las consecuencias de nuestras acciones, no nos da la opción de fingir que todo ha sido un juego y podemos irnos a dormir porque alguien más arreglará el desorden que han provocado nuestros juguetes...

Escuchando por la mañana el zumbido de algún aparato eléctrico

Cada vez que la escucho, me gusta más la voz de Leonor Watling. De conocerla casi inerte, retratada por la cámara de Pedro Almodóvar en Hable con ella, he aprendido a disfrutar ese coctel musical compuesto de pop pegajoso, jazz dolido y música para cabaret que es su grupo Marlango. Un amigo dice que la voz de Leonor es la versión femenina de Tom Waits. Creo que tiene y no tiene razón. Es una voz suave, pero no tersa; es una voz de terciopelo, pero no acaricia; es una voz con la textura del papel de estrasa arrugado, pero que ha envuelto un tesoro invaluable que se le va a regalar al objeto del propio afecto. El segundo disco de Marlango, The Electrical Morning, es familiar como el zumbido que haría un aparato eléctrico desconocido que alguien puso a funcionar en la habitación de junto, cuando uno todavía está dormitando un sábado por la mañana. Pero, a la vez, The Electrical Morning, es una obra extraña, que provoca la misma sensación de extrañeza cuando escuchamos que la mañana eléctrica para la polilla fue esa en la que se encontró de frente con la muerte, quemada con la luz y el calor de la bombilla eléctrica que tan afanosamente perseguía. Bien dicen que es mejor nunca obtener lo que se quiere, que los sonidos eléctricos de la mañana son un recordatorio de que el viaje aún no ha concluido y todavía queda mucho por hacer...

Escuchando una ópera trágica con final feliz

Mejor conocido por sus colaboraciones con Emir Kusturica, Goran Bregovic es un músico con una personalidad arrolladora, capaz de crear universos propios en torno a esa ficción cálida que es el alma eslava. Su último disco es su propia versión de la ópera de Bizet, Carmen, pero con un final feliz. ¿Por qué no hacer de cuenta que la historia la inventó uno mismo y que, por tanto, se puede relatar de manera diferente cada vez que se encuentren oídos dispuestos a escuchar? ¿Por qué no corregirle un poco la plana a Bizet, y darle a esta chica apasionada la oportunidad de ser feliz con su torero? Eso es lo que ha hecho Bregovic. Aunque para mí, su obra maestra fue la música de Tiempo de gitanos, obra de la cual abreva directamente (para bien y para mal) esta Karmen with Happy Ending...

miércoles, 20 de febrero de 2008

Leyendo sobre la tentacion de hacer el bien

Antes que ser la mejor amiga de Hannah Arendt y su albacea literaria, Mary McCarthy fue la poseedora de una mente inquieta que la hacía escribir sobre la política estadounidense -la invasión a Vietnam, por ejemplo-, estudiar filología y urdir tramas excéntricas para novelas que, de alguna manera, intentaban decir algo sobre la existencia -fantasmal, elusiva- del estilo de vida americano. En Pájaros de América, McCarthy habla de la conciencia moral estadounidense, o mejor dicho, de lo que los estaounidenses han pensado que es una tentación irredenta en ellos por hacer el bien, incluso si el mundo es malévolo y perverso. Porque los americanos tienen una imagen de sí mismos, que se empeñan en proteger cuando la reconocen en los ojos horrorizados de los extranjeros; porque los americanos poseen una particular forma de entender sus superioridad moral frente al resto del mundo. Si los franceses son misteriosos y los italianos generosos por naturaleza, ¡qué remedio!, a los americanos les tocó defender la virtud porque así lo quisieron Dios y los Padres Fundadores. La narración de McCarthy trata sobre el desgaste de los arquetipos nacionales, sobre cómo un chico de diecinueve años, Peter Levi, entiende que hacer el bien es, sobre todo, una tentación que más nos váldría resistir llevar a la práctica si no queremos pasar como desquiciados. Hijo de una pianista y un profesor de ciencia política, Peter viaja a París para estudiar filología, mientras es despreciado constantemente por los europeos que lo sienten demasiado americano, así como por los americanos que desprecian su refinamiento -su devoción por Kant- por ser algo demasiado europeo. Allí recibirá con tristeza las noticias de la gradual invasión de Estados Unidos a Vietnam. En París, Peter aprenderá que ser americano es portar el legado del protestantismo, del mulculturalismo y la lucha por los derechos civiles; pero también, que ser americano implica esa pretensión de superioridad moral que, a veces, es trágica y otras simplemente ingenua. Todas las acciones de Peter son medidas por él mismo con el rasero del imperativo categórico que indica considerar a los demás siempre como un fin y nunca como un medio. Pero, ¿tiene sentido comportarse como un arquetipo -incluso de la moralidad- en un mundo que ha padecido sus mayores desastres como producto de la reivindicación ciega de esos arquetipos?

Por tratar de alimentar a un cisne, Peter será herido en un brazo y pescará una infección que lo recluirá en el hospital en pleno día de San Valentín. En los delirios que le provoca la fiebre, Kant le comunicará algo más terrible que la muerte de Dios: la muerte de la Naturaleza. Esa entidad con la que Peter -medio judío, secular y laico- se sentía profundamente comunicado. Si la Naturaleza ha muerto, ¿qué sentido tiene regocijarse por la superioridad moral del americano, si ese gozo es sobre todo estético y producto del reconocimiento de la armonía del individuo con su circunstancia?

viernes, 15 de febrero de 2008

Viendo los dilemas de crecer, correr y tropezarse

"No sabes lo mucho que te gusta tu casa, hasta que estás en un lugar ajeno y empiezas a sentir unos deseos irrefrenables de regresar a tu lugar de origen": estas sabías palabras son dichas por Juno McGuff en la película que lleva como título exte extraño nombre, otorgado por un padre devoto de la mitología griega. A ritmo de música folk y de algunas de las más hermosas composiciones de Belle & Sebastian, Juno se descubre embarazada a los 16 años, y a partir de allí intentará comprender qué es lo que hace que las personas se mantengan unidas a lo largo del tiempo, incluso si ella tiene la certeza de que el bebé que está creciendo en su interior estará mejor bajo el cuidado de otra persona. Crecer, correr y tropezarse; crecer, prepararse para la carrera y abandonar la línea de competencia porque es más bonito llegar a donde te espera la persona junto a la que puedes recostarte en silencio y bajar la guardia; crecer, guardar en la mochila chocolate y jugo de naranja, porque se necesita algo dulce para llevarse a la boca mientras se soba uno los raspones. A lo largo de la película de Jason reitman, a Juno le caerá sobre la cabeza, como balde de agua fría que se va entibiando, algo que ya sospechaba: que el amor es complicado, pero no difícil; que encontrar a la persona adecuada ("Quien cree que eres la octava maravilla del mundo, aunque evidentemente no lo seas") es el primer paso para interpretar a dúo una canción folk, triste y rabiosa, pero que produce un sentimiento parecido a la felicidad mientras se interpreta por quien uno considera debería ser nombrado la octava maravilla del mundo…

viernes, 1 de febrero de 2008

Leyendo la historia de sobrevivencia de un chico de nombre improbable y un tigre de Bengala en altamar

"Esta es una historia que te hará creer en Dios": lo mismo le dice un anciano indio a Yann Martel al bosquejarle de manera general la crónica de los hechos que llevaron a Pi Pattel de la comodida del zológico propiedad de su familia en Pondicherry, en la India, al desasosiego en las costas de México, despúes de haber pasado 227 días en la soledad de un bote salvavidas con la única compañía de un enorme tigre de Bengala de nombre Richard Parker. Yann Martel escribió Life of Pi para dar cuenta de la existencia de este curioso chico, de nombre improbable, quien aprendió a reconocer una misma imagen de Dios en las tres religiones distintas de las que era devoto -el catolicismo, el islamismo y el hinduismo. La parte central de la novela es la crónica desesperada, siempre al borde de un final trágico que afortunadamente nunca ocurre, del naufragio de Pi y su familia, después de que el padre ha decidido embarcarse hacia Canadá con parte de los animales de su zoológico, para buscar una mejor forma de vida. Una vez hundido el carguero Tsimtsum, Pi logra aferrarse a un pequeño bote salvavidas, al que también llega Richard Parker, quien irá despachando poco a poco a los otros acompañantes del chico indio, es decir, una hembra orangután con un instinto maternal exacerbado y una cebra con la pata rota que no hace sino sufrir en silencio la desventura de su mal. Sin muchas provisiones, con la amenaza constante de que Richar Parker lo devore, con el ánimo roto por la constante conciencia de estar al borde la muerte, hastiado por un paisaje compuesto de una sal que escuece la piel y de un sol que ciega, Pi tendrá que arreglárselas para sobrevivir. Pero, más importante para él, Pi tendrá que poner a prueba su fe, su capacidad de dar y recibir amor de forma desinteresada -atributos que él desde siempre ha vinculado con Dios- cuando la necesidad lo obliga a renunciar a casi todas las características de lo que él considera una existencia humana.

Hace mucho que el final de una novela no me ponía tan triste, tan dolido de que la historia de Pi terminará de una manera tan coherente con el resto de la narración, tan nostálgico porque la narración de Yann Martel no se prolongará por otras quinientas páginas para seguir acompañando a Pi en sus aventuras en altamar. Pero la novela concluyó, de una manera muy afortunada, y quizá no me hizo creer de nuevo en Dios -un atributo que perdí hace ya mucho tiempo- pero si confirmó mi fe en el poder de la literatura -de la ficción, del arte de narrar historias- para salvar la vida de un ser humano. Una gran novela. Una forma muy ingeniosa de devolver la discusión sobre la fe y los sentimientos religiosos al ámbito de la subjetividad y la tolerancia...

martes, 29 de enero de 2008

Leyendo sobre la fragilidad del bien y la vida humana

En la Antigüedad griega, la filosofía era definida como un ejercicio espiritual, como una forma de discutir entre amigos la mejor manera de vivir y cuáles son los atributos que convirten a la existencia en una vida auténticamente humana. Con el tiempo, la filosofía se volvió un ejercicio académico, que excluía a quienes tenían el atrevimiento de plantear la pregunta por el sentido de la vida. Pocos textos filosóficos tienen esa capacidad para hacernos sentir que en sus páginas se discute algo verdaderamente relevante para la vida, para nuestra vida. Esa sensación me ha ocurrido muy pocas veces: el Banquete de Platón, el Acerca del alma de Artistóteles, el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, las Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime de Kant, la Conferencia de ética de Wittgenstein, La vida del espíritu de Arendt. Todas estas obras son ejemplos de filósofos profesionales rompiéndose la cabeza por entender qué es lo que hace a los seres humanos desear, odiar, cómo lo expresan en palabras y cuáles son las vías para reconciliarnos con un mundo que es hostil en muchos sentidos. Ahora, después de concluir la lectura de las más de quinientas páginas que integran La fragilidad del bien de Martha C. Nussbaum, tengo que incluir este texto junto a tan célebres obras que se preocupan por el sentido de la vida.

La fragilidad del bien abre y cierra con una misma imagen: la que compara a la vida humana con una vid frágil, recién brotada de la tierra y con una necesidad terrible de cuidado y protección para crecer sana y fuerte. Al inicio de la obra, esta imagen se desprende de los versos del poeta Píndaro, quien muestra la necesidad de construir una cultura humana para proteger la fragilidad de la vida humana, que para ser valiosa necesita la compañía de los demás; porque al margen de los muros simbólicos de la ley y la fraternidad, la capacidad de destrucción inherente a la libertad humana no tiene freno. Por eso, afirma Nussbaum, no es que los griegos fueran optimistas respecto de la virtud; al contrario, planteaban a la virtud (la moderación, la amistad, el deber de recibir al huésped en casa) como una forma de dominar el azar, sabiendo que aún Aquiles fue tratando con dureza por la fortuna que lo llevó a la derrota. Al final de La fragilidad del bien, es Polidoro, en la tragedia Hécuba de Eurípides, quien invoca la imagen de la vida humana como vid frágil. O, más bien, es el espectro de Polidoro, asesinado por Poliméstor, quien dice que la vida humana es despreciable por la facilidad con que los amigos se vuelven enemigos, con que la amistad se viola en nombre del interés personal. Poliméstor era el amigo más querido de Hécuba, y por eso le dejó encargado a su hijo Polidoro cuando ella tuvo que exiliarse. Y, sin embargo, Poliméstor reconoció la fragilidad de la vida de Polidoro, y no dudó en cortarla. Como puede verse, la conclusión de La fragilida del bien no es del todo optimista: si bien es cierto que la cultura griega antigua construyó una ética para dar sentido a una vida humana reconocida como frágil, Nussbaum afirma que existe un riesgo permanente para que esa comunidad de valores y amistad sea erosionada. Somos frágiles, y así lo cantan los versos de Píndaro; pero también somos susceptibles de herir la fragilidad ajena, como lo muestra la tragedia de Eurípides.

Viendo las ambigüedades de la construcción de la identidad sexogenérica

Alguna vez leí sobre el proceso de formación de la identidad sexogenérica y cómo se despliega en tres niveles: el biológico, el identitario-cultural y el afectivo. Por un accidente de los cromosomas, nacemos con un sexo biológico. Conforme pasa el tiempo, aprendemos a desplegar toda una serie de comportamientos que la cultura asocia con ese sexo biológico, independientemente de que estemos de acuerdo o no con esa matriz cultural, si somos disidentes o practicantes de los códigos sexogenéricos que hemos heredado (aunque, como decía Hannah Arendt, esa herencia no haya venido precedida de ningún testamento). Finalmente, la biología y la cultura contribuyen (o conspiran) para que decidamos con quién elegimos relacionarnos sexoafectivamente. Por supuesto, este esquema deja muchas fisuras, pues no es claro que una forma de relación afectiva corresponda exclusivamente a una identidad biológica, o que la cultura no condicione una identidad que no es inamovible ni definitiva. Afortunadamente, las personas podemos cambiar nuestra identidad a lo largo del tiempo, no vincularnos definitivamente a una sola idea de nosotros mismos. Decía el filósofo político John Rawls que necesitamos de un espacio de libertades lo suficientemente amplio como para que un día nos vayamos a dormir convencidos de que Dios nos habla al oído, y al día siguiente nos despertemos vueltos los ateos más feroces. Por su parte, y defendiendo a su película The Crying Game de los conservadores, Neil Jordan señaló que lo que él quiso retratar es la idea de que la sexualidad no es una etiqueta que se pega a un frasco para guardarlo para siempre en la alacena, sino una cara que elegimos mostrar a los demás y que se va configurando a lo largo de toda la vida. El único ser plenamente satisfecho sexualmente, es quien ya no puede desear y ser sorprendido por su propio deseo, y esó sólo sucede estando muertos.

Parte de todo este proceso de construcción de la identidad sexogenérica es lo que plantea Lucía Puenzo en su película XXY. Lo mejor que se puede decir de esta obra es su intención de no ofrecer una conclusión definitiva sobre los dilemas éticos que plantea (¿qué se hace cuando uno ha nacido con las características biológicas de ambos sexos?, ¿cómo se contribuye a limpiar el camino de prejuicios para intentar construir una identidad que sea el producto de una auténtica elección?, ¿cómo se vive ese proceso en medio de una comunidad que es reacia a cualquier forma de cambio, particularmente los que tienen que ver con el ejercicio de la sexualidad?). XXY muestra todas las ambigüedades que rodean el crecimiento de una persona en un mundo que, desde el momento del nacimiento, genera expectativas que pueden significar daños permanentes en la conciencia del recién llegado. En XXY, los caminos de la identidad se bifurcan, y esas nuevas rutas a su vez desarrollan nuevos ramales que hacen a las personas dolerse de vivir en un mundo tan prejuicioso, que censura automáticamente cualquier proceso de experimentación con la identidad. Paradójicamente, la autonomía de la elección a la hora de decidir cuál es nuestro sexo biológico, cómo enfrentamos una cultura que se plantea en blanco y negro en términos de género y con quién nos relacionamos afectivamente, parece imposible en un mundo que se define, precisamente, por su cohesión a partir del prejuicio y la exclusión.

domingo, 20 de enero de 2008

Viendo las ensoñaciones de Milos Forman sobre las ensoñaciones de Francisco Goya

Todos los grandes directores filman, de alguna u otra manera, la misma película. Es una misma obsesión lo que siempre mueve a los cineastas a ensayar la historia que por fin capture esa constante personal. "Quien puede vivir sin filmar lo que le obsesiona, mejor que no filme", dijo alguna vez Arturo Ripstein. Por eso, para los propios creadores, sus películas siempre serán fallidas, pues éstas no logran conjurar esa obsesión que define el sentido de su trabajo artístico. Esto es evidente en el caso de Milos Forman, quien desde el comienzo de su carrera se ha propuesto escenificar el conflicto del individuo frente a las demandas de la sociedad. "Sólo un dios o un animal es autosuficiente; los seres humanos necesitamos de los demás para llevar una vida buena", sentenció Aristóteles. Pero, ¿qué sucede cuando es el conformismo o la doble moral de la comunidad lo que genera, en ciertos individuos con la capacidad de disentir de su tiempo, el deseo de alejarse de esa potencial zona de confort que es la sociedad? ¿Cómo se lleva una vida buena cuando ésta exige, desde la propia visión del mundo, un alejamiento de quienes exigen la uniformidad y el conformismo? Mozart fue un genio prematuro a quien las bondades cortesanas encumbraron y perdieron. Larry Flint exigía que la ley defendiera su derecho a expresar libremente sus ideas, aun y cuando éstas fueran profundamente misóginas. El Maqués de Sade expuso públicamente la personalidad del pequeño libertino que todos llevamos dentro. En "Goya's Ghosts", es el pintor español quien se enfrenta a los horrores de su siglo, al sueño de la razón que produce monstruos y no sabe cómo domarlos. La inquisición, los ideales revolucionarios pervertidos, la represión sexual son, precisamente, los fantasmas que acosan a Goya y le permiten agradecer la sordera que lo aquejó al final de su vida, misma que lo privó de tener que escuchar opiniones que de todos modos despreciaba...

domingo, 13 de enero de 2008

Escuchando un track de 70 minutos compuesto por Daft Punk

Escuchando el disco en vivo de Daft Punk publicado el año pasado, caí de nuevo en la sensación de querer tener de fondo un track que pudiera extenderse por 5 minutos, 2 horas, 5 días, e incluso que siguiera de fondo hasta el final de los días. Como si pudiera componerse una pieza con todas las variaciones, con todos los colores musicales, para integrar un territorio que primero es un bosque, luego se convierte en un desierto, después pasa a ser un paisaje nevado y, finalmente, vuelve a verdear como al inicio de la primavera. Un track eterno, o al menos, tan eterno como pueden extenderse 70 minutos de estupenda música de Daft Punk...

Escuchando los ladridos del perro del pastor

Escuchando The Sheperd's Dog, el disco de Iron & Wine, me acordé de lo mucho que se disfruta tener delante de uno cierta imagen -visual o musical- que despierta la imaginación y que te permite imaginar la situación -o la persona- que la inspiró. ¿El perro de la portada, con esos ojos amarillos que dan miedo, está a punto de atacar o es el ogro que está a punto de echarse a los pies de su amo? No me había dado cuenta cuánto extrañaba a Iron & Wine hasta que vi de nuevo ese comercial de M&M's rubricado por su versión de "Such great heights"...