sábado, 10 de mayo de 2008

Leyendo “Problema infernal. Estados Unidos en la era del genocidio”, de Samantha Powers

Cuando Hannah Arendt concluyó, en 1951, su investigación sobre la forma en que fue posible el surgimiento del totalitarismo en el corazón de Europa, es decir, su texto, Los orígenes del totalitarismo, ella señaló que para la teoría política –en adelante– el problema fundamental debería constituirlo el estudio del mal. Por supuesto, Arendt no se refería al mal abstracto ni al metafísico que la religión católica identifica con el diablo y la tentación al mal que él hace anidar en el corazón humano. Tampoco a la pulsión de muerte a la que se refiere el psicoanálisis. Mucho menos a la existencia de una naturaleza humana esencialmente pervertida, que volvería ingenuo cualquier intento de educar moralmente a los individuos. Arendt se refería a una actualización de aquello que Immanuel Kant describió como el mal radical, es decir, la tentación de observarse uno mismo como la excepción a la regla de comportamiento moral que consideramos se podría universalizar. Por supuesto, el mal radical tiene una dimensión moral, como cuando la regla violentada se refiere al acto de mentir o al hecho de traicionar un vínculo afectivo. Pero la historia del siglo XX –al que la politóloga estadounidense Samantha Powers califica como la era del genocidio– nos ha enfrentado como el mal radical en su vertiente política, esto es, con aquellas formas de daño que ocurren sobre personas concretas con historias de vida personalísimas, pero que están vinculadas con un ejercicio totalitario del poder político y que apuntan no sólo a la destrucción de los individuos sino a la erradicación de su memoria y su cultura como miembros de colectivos étnica o culturalmente definidos. Es a esa forma de mal radical a la que Arendt se refería, y particularmente a su concreción en el genocidio. No obstante la magnitud de sus consecuencias –desde Auschwitz hasta Kosovo– de lo que trata Problema infernal es de la tibia respuesta, o más bien de la inacción de la comunidad internacional encabezada por Estados Unidos, al problema del genocidio. Y no es que Powers crea en la superioridad moral de su país, pero si considera que si alguna nación posee los recursos bélicos y la capacidad de presionar económicamente a la comunidad internacional, esa es Estados Unidos. No involucrarse en la detención de la escalada de violencia es, de alguna manera, convertirse en cómplice del genocidio. La constante en episodios como las matanzas por motivos étnicos o ideológicos que se perpetraron en Armenia, Camboya, Irak, Bosnia, Ruanda y Kosovo es que la comunidad internacional se ha resistido –aun teniendo evidencia plena de la violencia que allí estaba teniendo lugar– a creer que se podían lograr cuotas de violencia más altas que las que se habían conocido con el totalitarismo alemán. En su momento, nadie creyó que los armenios fueran masacrados por los turcos; que el Khmer Rouge estuviera asesinando a todos los campesinos que usaban anteojos por rendirse a esa comodidad burguesa; que Hussein gaseara a los kurdos de su propio pueblo; que la radio estatal de Ruanda diera una lista de ciudadanos tutsis a los que era obligación descuartizar junto a sus familias; que en los Balcanes se masificara la violación como arma de guerra. Después de analizar detalladamente las atrocidades que generó el genocidio en sus expresiones a lo largo del siglo XX, Powers concluye en dos sentidos. Primero, que la comunidad internacional debe ampliar su sentido de la imaginación política para prever el tipo de mal que pueden generar los regímenes genocidas, así como su capacidad de respuesta bélica, y no sólo a través de la ayuda humanitaria. Segundo, que necesitamos una reestructuración de las estructuras del derecho internacional que el 11 de septiembre y la paranoia bélica estadounidense consecuente tanto fracturaron, para contar con tribunales internacionales que castiguen al genocidio y disuadan, con el ejemplo, a los potenciales agresores de los individuos en el futuro.

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