miércoles, 20 de febrero de 2008

Leyendo sobre la tentacion de hacer el bien

Antes que ser la mejor amiga de Hannah Arendt y su albacea literaria, Mary McCarthy fue la poseedora de una mente inquieta que la hacía escribir sobre la política estadounidense -la invasión a Vietnam, por ejemplo-, estudiar filología y urdir tramas excéntricas para novelas que, de alguna manera, intentaban decir algo sobre la existencia -fantasmal, elusiva- del estilo de vida americano. En Pájaros de América, McCarthy habla de la conciencia moral estadounidense, o mejor dicho, de lo que los estaounidenses han pensado que es una tentación irredenta en ellos por hacer el bien, incluso si el mundo es malévolo y perverso. Porque los americanos tienen una imagen de sí mismos, que se empeñan en proteger cuando la reconocen en los ojos horrorizados de los extranjeros; porque los americanos poseen una particular forma de entender sus superioridad moral frente al resto del mundo. Si los franceses son misteriosos y los italianos generosos por naturaleza, ¡qué remedio!, a los americanos les tocó defender la virtud porque así lo quisieron Dios y los Padres Fundadores. La narración de McCarthy trata sobre el desgaste de los arquetipos nacionales, sobre cómo un chico de diecinueve años, Peter Levi, entiende que hacer el bien es, sobre todo, una tentación que más nos váldría resistir llevar a la práctica si no queremos pasar como desquiciados. Hijo de una pianista y un profesor de ciencia política, Peter viaja a París para estudiar filología, mientras es despreciado constantemente por los europeos que lo sienten demasiado americano, así como por los americanos que desprecian su refinamiento -su devoción por Kant- por ser algo demasiado europeo. Allí recibirá con tristeza las noticias de la gradual invasión de Estados Unidos a Vietnam. En París, Peter aprenderá que ser americano es portar el legado del protestantismo, del mulculturalismo y la lucha por los derechos civiles; pero también, que ser americano implica esa pretensión de superioridad moral que, a veces, es trágica y otras simplemente ingenua. Todas las acciones de Peter son medidas por él mismo con el rasero del imperativo categórico que indica considerar a los demás siempre como un fin y nunca como un medio. Pero, ¿tiene sentido comportarse como un arquetipo -incluso de la moralidad- en un mundo que ha padecido sus mayores desastres como producto de la reivindicación ciega de esos arquetipos?

Por tratar de alimentar a un cisne, Peter será herido en un brazo y pescará una infección que lo recluirá en el hospital en pleno día de San Valentín. En los delirios que le provoca la fiebre, Kant le comunicará algo más terrible que la muerte de Dios: la muerte de la Naturaleza. Esa entidad con la que Peter -medio judío, secular y laico- se sentía profundamente comunicado. Si la Naturaleza ha muerto, ¿qué sentido tiene regocijarse por la superioridad moral del americano, si ese gozo es sobre todo estético y producto del reconocimiento de la armonía del individuo con su circunstancia?

viernes, 15 de febrero de 2008

Viendo los dilemas de crecer, correr y tropezarse

"No sabes lo mucho que te gusta tu casa, hasta que estás en un lugar ajeno y empiezas a sentir unos deseos irrefrenables de regresar a tu lugar de origen": estas sabías palabras son dichas por Juno McGuff en la película que lleva como título exte extraño nombre, otorgado por un padre devoto de la mitología griega. A ritmo de música folk y de algunas de las más hermosas composiciones de Belle & Sebastian, Juno se descubre embarazada a los 16 años, y a partir de allí intentará comprender qué es lo que hace que las personas se mantengan unidas a lo largo del tiempo, incluso si ella tiene la certeza de que el bebé que está creciendo en su interior estará mejor bajo el cuidado de otra persona. Crecer, correr y tropezarse; crecer, prepararse para la carrera y abandonar la línea de competencia porque es más bonito llegar a donde te espera la persona junto a la que puedes recostarte en silencio y bajar la guardia; crecer, guardar en la mochila chocolate y jugo de naranja, porque se necesita algo dulce para llevarse a la boca mientras se soba uno los raspones. A lo largo de la película de Jason reitman, a Juno le caerá sobre la cabeza, como balde de agua fría que se va entibiando, algo que ya sospechaba: que el amor es complicado, pero no difícil; que encontrar a la persona adecuada ("Quien cree que eres la octava maravilla del mundo, aunque evidentemente no lo seas") es el primer paso para interpretar a dúo una canción folk, triste y rabiosa, pero que produce un sentimiento parecido a la felicidad mientras se interpreta por quien uno considera debería ser nombrado la octava maravilla del mundo…

viernes, 1 de febrero de 2008

Leyendo la historia de sobrevivencia de un chico de nombre improbable y un tigre de Bengala en altamar

"Esta es una historia que te hará creer en Dios": lo mismo le dice un anciano indio a Yann Martel al bosquejarle de manera general la crónica de los hechos que llevaron a Pi Pattel de la comodida del zológico propiedad de su familia en Pondicherry, en la India, al desasosiego en las costas de México, despúes de haber pasado 227 días en la soledad de un bote salvavidas con la única compañía de un enorme tigre de Bengala de nombre Richard Parker. Yann Martel escribió Life of Pi para dar cuenta de la existencia de este curioso chico, de nombre improbable, quien aprendió a reconocer una misma imagen de Dios en las tres religiones distintas de las que era devoto -el catolicismo, el islamismo y el hinduismo. La parte central de la novela es la crónica desesperada, siempre al borde de un final trágico que afortunadamente nunca ocurre, del naufragio de Pi y su familia, después de que el padre ha decidido embarcarse hacia Canadá con parte de los animales de su zoológico, para buscar una mejor forma de vida. Una vez hundido el carguero Tsimtsum, Pi logra aferrarse a un pequeño bote salvavidas, al que también llega Richard Parker, quien irá despachando poco a poco a los otros acompañantes del chico indio, es decir, una hembra orangután con un instinto maternal exacerbado y una cebra con la pata rota que no hace sino sufrir en silencio la desventura de su mal. Sin muchas provisiones, con la amenaza constante de que Richar Parker lo devore, con el ánimo roto por la constante conciencia de estar al borde la muerte, hastiado por un paisaje compuesto de una sal que escuece la piel y de un sol que ciega, Pi tendrá que arreglárselas para sobrevivir. Pero, más importante para él, Pi tendrá que poner a prueba su fe, su capacidad de dar y recibir amor de forma desinteresada -atributos que él desde siempre ha vinculado con Dios- cuando la necesidad lo obliga a renunciar a casi todas las características de lo que él considera una existencia humana.

Hace mucho que el final de una novela no me ponía tan triste, tan dolido de que la historia de Pi terminará de una manera tan coherente con el resto de la narración, tan nostálgico porque la narración de Yann Martel no se prolongará por otras quinientas páginas para seguir acompañando a Pi en sus aventuras en altamar. Pero la novela concluyó, de una manera muy afortunada, y quizá no me hizo creer de nuevo en Dios -un atributo que perdí hace ya mucho tiempo- pero si confirmó mi fe en el poder de la literatura -de la ficción, del arte de narrar historias- para salvar la vida de un ser humano. Una gran novela. Una forma muy ingeniosa de devolver la discusión sobre la fe y los sentimientos religiosos al ámbito de la subjetividad y la tolerancia...