lunes, 13 de octubre de 2008

Leyendo “Los inconsolables”, de Kazuo Ishiguro

Quienes han tenido la oportunidad de vivir en una isla por una larga temporada, afirman que lo más difícil de regresar a territorio continental es recordar que uno no puede simplemente echarse a caminar en cualquier dirección para encontrar el mar. Las islas nos devuelven la sensación de flotar a la deriva, de ser sobrevivientes de un naufragio, de sabernos aislados de los demás pero sujetado por rígidos códigos de conducta que hacen posible la vida en ese pequeño espacio geográfico. En las islas, uno puede entender que el ser humano es, además de un animal poscoital triste, un organismo cuyos apéndices se extienden en todas direcciones tratando de buscar el consuelo que nunca llegara. Renunciar a la tristeza que sigue a la consumación del acto sexual es, como abdicar de nuestra condición de seres inconsolables, un acto imposible. Y la vida se nos va en querer hacer cosas imposibles. Somos tristes, inconsolables, creadores de islas de civilización en las que hemos reunido a los náufragos que más amamos y las pertenencias que recuerdan que alguna vez tuvimos hogar y padres en cuyos brazos la promesa del consuelo era creíble.

Ishiguria, el pedazo de tierra que se deshace en neblina bajo los pies de sus personajes, es la isla que el escritor Kazuo Ishiguro ha creado para que la habiten sus ficciones. Las placas tectónicas cuyo choque ha producido las montañas de Ishiguaria son parte de dos territorios culturales incomunicados, Japón e Inglaterra, pero profundamente vinculados por la renuncia a la integración con la tierra firme y por nociones monolíticas del honor y la comunidad que obligan a sus habitantes a reprimir sus ganas de llorar porque eso consume demasiada energía. Los inconsolables es, quizá, el intento más lúcido por trazar un mapa de Ishiguria y por componer el himno musical que mejor refleje la forma en que las ficciones de Kazuo Ishiguro materializan los deseos de sus personajes al tiempo que van evaporando la realidad. De tal forma que, al final de Los inconsolables, uno no sabe si sentirse devastado por la imaginaria realidad del paisaje después de la batalla o la realidad imaginaria de los cuerpos de los sobrevivientes que deambulan confundidos, buscando una taza de té para reconfortarse.

Los inconsolables trata de la imposibilidad de la redención, de la permanente posibilidad del desconsuelo. A un país sin nombre situado en el corazón de Europa, arriba Ryder, un afamado pianista cuya presencia supone la posibilidad de redención para la ciudad que por razones oscuras y trágicas se desvió del destino de grandeza y esplendor que la historia le reservaba. Los habitantes de este país sin nombre –que podría ser Ishigura o alguno de sus consulados– esperan lo imposible de la música que sabe producir este hombre virtuoso: que produzca la reconciliación donde nunca hubo una guerra explícita, que cure las heridas que ya cicatrizaron, que anuncie la inminencia del amanecer cuando éste acaba de ocurrir. Ryder se sabe ajeno a esta comunidad que aparenta la autosuficiencia, la sensatez y el refinamiento extremos. No obstante, en él empezarán a surgir recuerdos que lo hacen dudar de que su historia personal no sea una versión microscópica de la historia del país de la desolación que espera ser redimido. Ryder quiere liberarse del peso de las expectativas que estas buenas personas han colocado sobre su espalda, o mejor dicho, sobre ese par de manos que saben arrancar belleza instantánea del piano o cualquier objeto que puedan acariciar. Y es que los inconsolables admiradores del pianista no saben que nadie mejor que Ryder conoce lo difícil que es consolarse uno mismo cuando los demás te observan como un hombro para llorar, como papel pautado al que se le escribe una y otra vez la misma canción desafinada. Al ingresar al país de la desolación, sólo de manera transitoria, mientras ocurre su gran presentación en Helsinki, Ryder acaba aquejado por la misma enfermedad de los nativos: la incapacidad para distinguir entre la irrealidad de los deseos y el muro de concreto que significan las consecuencias no planeadas de las acciones que tienen el propósito de materializar dichos deseos. Uno siempre puede extraviarse en el laberinto que definen los propios deseos, uno siempre puede tomar el tranvía equivocado cuando se camina por la calle con los ojos vendados.

En el país de la desolación –Ishiguria, Inglaterra o Japón–, Ryder se enfrentará con las versiones pasada y futura de su propia vocación musical: el rechazo de unos padres exquisitos que no pueden lidiar con la ineptitud del hijo y el destino de soledad y necedad encarnado en un director de orquesta a quien nadie había notado que le faltaba una pierna. ¿No es motivo suficiente para sentirse inconsolable el percatarse de que uno mismo es la versión mediocre, detenida en el tiempo, de las posibles fortuna y tragedia que nos acechan a cada paso? Por eso, Kazuo Ishiguro tiene mucha razón al sugerir que el concierto para el que probablemente estemos preparándonos desde el día en que nacimos puede no ocurrir o suceder en un auditorio vacío. Y uno siempre tendrá que lidiar con su desconsuelo, que arrastrar en la memoria una multiplicidad de coitos que no se prolongaron hasta la eternidad.

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