martes, 9 de septiembre de 2008

Yo mismo en la vida irreal o, lo que es igual, "Dan en la vida real"

No me gusta mucho que me tomen fotografías, y decirlo en voz alta es una forma de ser calificado de inmediato como un bicho raro. Si la memoria es frágil y el tiempo lo carcome todo, ¿por qué negarse a contribuir a la permanencia de la imagen? ¿Por qué evitar que uno se perpetúe en el tiempo junto con los amigos, alrededor de una mesa generosamente servida en comida y vino? Siempre, mi cara aparece en las fotografía haciendo la expresión que no quería; nunca encuentro el lugar indicado donde poner las manos; parece que la ansiedad por la inminencia del “clic” en la cámara fotográfica me hace cerrar los ojos. Y así aparezco siempre en las fotos: con una expresión incómoda cuando los demás congelan perfectamente una sonrisa en el rostro; con una mano moviéndose en el aire hacia fuera del campo visual, quizá negándose a aparecer en el retrato; con la apariencia del sonámbulo que, con los ojos cerrados, llegó a la reunión donde estaban sus amigos y ellos, por pudor, no quisieron despertarlo. Mi rostro y mi cuerpo en las fotos siempre me recuerdan lo fácil que es sentirse fuera de lugar en sitios conocidos; lo sencillo que es volverse extranjero en el propio país; lo difícil que es reconocerse uno mismo en su propio contexto si se detiene por un momento la relación rutinaria que se tienen con las cosas. Porque, aparte de mí, parece que nadie más se siente incómodo con las fotos.

Aunque no nos parecemos en nada, siempre que veo una película con Steve Carell me acuerdo de mí mismo en los retratos: no se sabe si es un mimo triste forzado a subir al escenario para contar un chiste que a él mismo no le parece gracioso; podría ser que estuviera a punto de reírse como una reacción histérica frente al caos de una vida común y corriente que se desborda simplemente porque la tostadora de pan no funcionó el día de hoy; también recuerda la expresión de aquellos a quienes se les ha anunciado la muerte de alguien y se instalan en el limbo hasta nuevo aviso. El de Steve Carell es un rostro incómodo; él posee la expresión perfectamente estudiada del hombre que nunca estuvo allí; él es dueño del gesto congelado de perplejidad que corresponde al actor que no sabe en qué película lo colocará el estudio, si en una en la que interpretará a un experto en la obra de Proust u otra en donde tendrá que besar a Juliette Binoche en la locación de un boliche.

Viendo Dan en la vida real –de donde se deriva la secuencia del beso en el boliche– pensaba sobre la pertinencia de congelar las expectativas, deshacer los planes, tirar el botiquín de primeros auxilios por la borda. Y es que, finalmente, nada de eso se requiere en los momentos de coyuntura, cuando Dan –o cualquiera de nosotros– se reencuentra con su vida real. En esta peli, Steve Carell tiene buenos motivos para conservar su rostro pasmado y poner a funcionar su cuerpo con torpeza, tropezándose con todo, perdiendo la oportunidad de atrapar el balón que le lanzan personas normales que no son como él. Con el celibato forzado que le acarrea la viudez, tres hijas malcriadas a cuestas y una familia que no sabe mantener secretos, el Dan de Steve Carell tendrá que aceptar que quizá nunca se deshaga de esa sensación de estar fuera de lugar en un mundo donde todos parecen estar cómodos consigo mismos y con el contexto. Pero también aprenderá –acompañado por las canciones de Sondre Lerche– que no es lo mismo sentirse de manera permanente un visitante que llega al planeta desde el espacio exterior, que vivir solo y aislado de los buenos terrícolas. Para Dan y para mí será difícil deshacernos de la idea de que en el mundo ocurre todos los días un banquete con música y vino al que no fuimos invitados pero, quizá, también podamos entretenernos ideando alguna forma de colarnos a la fiesta y acabar bailando con la persona que queremos creer es la compañía ideal para esa velada. Ni un día más, pero tampoco ni un día menos.

1 comentario:

Daniel Nájera dijo...

Es interesante la perspectiva que plantea una realidad que trasciende sobre nuestros hombros, ajena en constantes ocasiones de nuestra conmoción abstracta, sin embargo la utopía central de tanto dilema radica en la exploración y adquisición del conocimiento perpetuo que nos conforma como seres humanos en conjunto a la razón y a los sentimientos... Cada día es especial y simplemente creo en la proyección irreal de cada nuevo amanecer.

Me gusta la manera en que puedes plasmar cada idea que ocupa tu mente; Una foto detiene el tiempo de un momento que probablemente no debía terminar o que tenía que ser breve por que era hora de colapsar y ampliar el panorama que nos lleva a cada lugar de misterio en el que podemos aventurar, simplemente un rayo de lo que somos y nada en su totalidad.