lunes, 4 de agosto de 2008

Leyendo sobre los usos y abusos en la construcción de la memoria sobre el mal

Cuando vi por primera vez La vida es bella, la película de Roberto Benigni, salí del cine profundamente conmovido, con un par de lágrimas tímidamente asomándose por mis ojos. Como tres de los cuatro amigos que asistimos a aquella función usamos anteojos, pudimos disimular la conmoción, todos nos hicimos un poco los desentendidos y empezamos a mirar hacia otro lado, evitando el tema, mientras la discusión se dirigía hacia otras cuestiones, como en dónde sería la cena o si había algún ensayo pendiente para la clase de ética del día siguiente. No obstante, a la hora del obligado café después del cinito, parece que alguien rompió el dique de nuestro pudor, y todos nos deshicimos en elogios sobre la película de Benigni. Y es que cuando uno es un poco ingenuo y muy ignorante de la historia, es muy fácil aceptar, así, sin más, que la vida es bella. Un amigo dijo que La vida es bella era una fábula universal, porque el carácter judío de los personajes se suavizaba, y al contrario, se ofrecía una lección de sobrevivencia a cualquiera que hubiera vivido la discriminación en carne propia y por cualquier otro motivo diferente del origen étnico. Otro camarada señaló que el sentido del humor que el personaje de Benigni mantuvo hasta el final de la película –caminando incluso como payaso en dirección de la muerte– era prueba de que la mejor forma de sobrevivir era aferrarse a la risa y desafiar la solemnidad de los tiranos. Uno más de estos ingenuos y cinéfilos personajes señaló que la historia de amor entre Guido y su esposa era, de cierta forma, la prueba de que el amor es posible incluso en el infierno. Y yo, pues no pude más que reconocer que todo el tiempo tuve en la cabeza a mi padre, pensando que él hubiera sido capaz –de hecho, ya lo ha sido– de mantener la cabeza erguida y el ánimo intacto para hacerme pensar que la vida puede ser bella, aunque realmente no lo sea. En fin, que en aquella ocasión, todos confesamos, sin pudor, que la conmoción había sido provocada no por el fragmento de historia que narraba La vida es bella, sino por el tono de esperanza y redención que hacía evocar aquellas cosas cálidas y personas entrañables que más queríamos en el presente. Sin embargo, todos caímos en el error de confundir esta fábula de redención y esperanza con un fragmento de historia que difícilmente evoca la idea de que la vida es bella.

Y es que, cuando se es ingenuo e ignorante, uno usa y abusa de la historia, de las formas en que la memoria se construye y de las maneras en que utilizamos dicha memoria para confortarnos en el presente. De eso trata Selling the Holocaust. From Auschwitz to Schindler: How History is Bought, Packaged, and Sold, del historiador Tim Cole. Particularmente, el libro se ocupa de la forma en que se ha construido lo que Cole ha dado en llamar el mito de Auschwitz, el negocio de la Shoah. Paradójicamente, mucho dinero y esfuerzos historiográficos se han dedicado a restaurar la memoria del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, y todavía este episodio permanece como uno de los menos conocidos.

El mito de Auschwitz se integra, desde el punto de vista de Cole, por personajes y destinos geográficos precisos. Selling the Holocaust desmenuza la historia de cómo Anna Frank, Adolf Eichmann y Oskar Schindler se volvieron figuras emblemáticas del Holocausto. En el caso de Frank, su padre y los operadores del museo que lleva su nombre en Holanda eligieron borrar del diario aquellos pasajes que contradecían las líneas finales según las cuales ella aún creía que las personas son bondadosas en el fondo de sus corazones. En relación con Eichmann, Cole señala que su juicio en Jerusalén en el año de 1961 representa una renovación del interés del Estado israelí por apropiarse y monopolizar la narración sobre el Holocausto, pues habría sido sobre los judíos y no sobre otro pueblo que burócratas asesinos como el propio Eichmann descargaron una furia antisemita que ha sido permanente en la historia de la humanidad. No obstante, el pudor de los fabricantes del mito del Holocausto se anula cuando Auschwitz y Hollywood se encontraron a la hora de recrear la historia de Oskar Schindler, el alemán capitalista que habría encontrado la redención al comprar las vidas de los judíos que trabajan para él y salvarlos, pues –como Steven Spielberg se encargó de dejar bien claro– quien salva a un judío también salva al mundo entero. Cole no puede reprimir su mirada irónica e incluso cínica sobre el mito del Holocausto, al señalar que el principal problema con La lista de Schindler no es todo el derroche de recursos empleado para recrear las cámaras de gas –lo que ningún otro cineasta se había atrevido a hacer–, el tono documental o el blanco y negro de la fotografía, que nos quieren hacer creer que no estamos viendo una película, sino atestiguando la historia misma; no, el problema es más grave: Spielberg concluye su relato con el encuentro entre los judíos reales salvados por Schindler y los actores que los personificaron en la película, para rendir un tributo al empresario alemán, como si fuera posible la redención, la felicidad, el perdón, erradicar las cicatrices del cuerpo herido y la conciencia degradada, tras haber salido con vida de los campos de concentración.

Cole señala que el mito del Holocausto también se integra por geografías precisas. En primer lugar, por Auschwitz, el poblado polaco cuyo nombre se ha convertido en sinónimo del exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Auschwitz no es más un lugar en el que coexistieron, por lo menos, tres campos de internamiento para judíos y otros grupos estigmatizados con el prejuicio y la discriminación por el nazismo; ahora, Auschwitz es el lugar donde Spielberg rodó su película, donde millones de turistas al año van a depositar sus lágrimas sin comprender ni un ápice de lo que allí ocurrió, donde se han reconstruido escenarios que no existieron realmente en ese espacio geográfico, porque de este modo el turista podría tener una idea general de lo que el Holocausto fue al precio de un solo boleto. Algo similar ocurre con Yad Vashem y el Museo Conmemorativo Estadounidense del Holocausto, los sitios en los que Israel y Estados Unidos respectivamente cuentan su versión de la historia. En Yad Vashem, Cole encuentra una narración en la que el elemento central está dado por el heroísmo y por la idea de que lo mejor que le pudo pasar al pueblo judío fue haber fundado Israel y afirmar su independencia respecto de otras comunidades –como Palestina– que amenacen con reeditar la violencia que ellos conocieron en los campos de concentración. Por su parte, en el museo conmemorativo de Washington, Cole describe la versión americanizada del Holocausto: una en la cual la tragedia totalitaria les ocurrió a quienes se apartaron de los valores liberales y democráticos que han definido el carácter libertario de la nación estadounidense. Mientras que Yad Vashem establece una narración en la que los judíos de hoy son los herederos directos de los héroes del pasado que resistieron la ocupación nazi sin doblegarse, Washington relata la supremacía moral de una nación –Estados Unidos– que fue capaz de detener el mal encarnado por Hitler.

No conozco Yad Vashem ni el museo del Holocausto en Washington, pero después de leer Selling the Holocaust, es posible que cuando por fin visite estos lugares lo haga sin la condescendencia ni la ingenuidad con la que vi por primera vez La vida es bella hace ya diez años. Y es que, como señala Tim Cole, el problema no es que restauremos la memoria que se refiere a la destrucción de los judíos y otros grupos culturales por el nazismo, sino que seamos ciegos frente al hecho de que los museos y las películas no son de ningún modo la historia. El peligro radica, precisamente, en que el fetiche se confunda con el cuerpo real de quienes fueron convertidos en cenizas por esta forma de mal radical echado a andar por seres humanos banales y políticamente irresponsables.

1 comentario:

Alex Ronalds dijo...

Que bueno, recordar esa película me hace querer entablar una charla con usted... claro después de imaginarme ser como un personaje de Jane Campion... que puedo decir... podría ser una mezcla entre la indecisión de Isabel A. o un poco de la poética sórdida de Franny o simplemente dedicarme a vivir esquizofrenia emocional de janet.. no lo c...
También perdón mi atrevimiento pero te agrege al msn.. claro... no se si tu correo sea el que está en tu perfil... si no vale el mio es ronalds1907@gmail.com, escribeme ahí y te paso mi messenger ::. Un abrazo: