martes, 29 de enero de 2008

Viendo las ambigüedades de la construcción de la identidad sexogenérica

Alguna vez leí sobre el proceso de formación de la identidad sexogenérica y cómo se despliega en tres niveles: el biológico, el identitario-cultural y el afectivo. Por un accidente de los cromosomas, nacemos con un sexo biológico. Conforme pasa el tiempo, aprendemos a desplegar toda una serie de comportamientos que la cultura asocia con ese sexo biológico, independientemente de que estemos de acuerdo o no con esa matriz cultural, si somos disidentes o practicantes de los códigos sexogenéricos que hemos heredado (aunque, como decía Hannah Arendt, esa herencia no haya venido precedida de ningún testamento). Finalmente, la biología y la cultura contribuyen (o conspiran) para que decidamos con quién elegimos relacionarnos sexoafectivamente. Por supuesto, este esquema deja muchas fisuras, pues no es claro que una forma de relación afectiva corresponda exclusivamente a una identidad biológica, o que la cultura no condicione una identidad que no es inamovible ni definitiva. Afortunadamente, las personas podemos cambiar nuestra identidad a lo largo del tiempo, no vincularnos definitivamente a una sola idea de nosotros mismos. Decía el filósofo político John Rawls que necesitamos de un espacio de libertades lo suficientemente amplio como para que un día nos vayamos a dormir convencidos de que Dios nos habla al oído, y al día siguiente nos despertemos vueltos los ateos más feroces. Por su parte, y defendiendo a su película The Crying Game de los conservadores, Neil Jordan señaló que lo que él quiso retratar es la idea de que la sexualidad no es una etiqueta que se pega a un frasco para guardarlo para siempre en la alacena, sino una cara que elegimos mostrar a los demás y que se va configurando a lo largo de toda la vida. El único ser plenamente satisfecho sexualmente, es quien ya no puede desear y ser sorprendido por su propio deseo, y esó sólo sucede estando muertos.

Parte de todo este proceso de construcción de la identidad sexogenérica es lo que plantea Lucía Puenzo en su película XXY. Lo mejor que se puede decir de esta obra es su intención de no ofrecer una conclusión definitiva sobre los dilemas éticos que plantea (¿qué se hace cuando uno ha nacido con las características biológicas de ambos sexos?, ¿cómo se contribuye a limpiar el camino de prejuicios para intentar construir una identidad que sea el producto de una auténtica elección?, ¿cómo se vive ese proceso en medio de una comunidad que es reacia a cualquier forma de cambio, particularmente los que tienen que ver con el ejercicio de la sexualidad?). XXY muestra todas las ambigüedades que rodean el crecimiento de una persona en un mundo que, desde el momento del nacimiento, genera expectativas que pueden significar daños permanentes en la conciencia del recién llegado. En XXY, los caminos de la identidad se bifurcan, y esas nuevas rutas a su vez desarrollan nuevos ramales que hacen a las personas dolerse de vivir en un mundo tan prejuicioso, que censura automáticamente cualquier proceso de experimentación con la identidad. Paradójicamente, la autonomía de la elección a la hora de decidir cuál es nuestro sexo biológico, cómo enfrentamos una cultura que se plantea en blanco y negro en términos de género y con quién nos relacionamos afectivamente, parece imposible en un mundo que se define, precisamente, por su cohesión a partir del prejuicio y la exclusión.

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